La copa que rebosa – Teorías sobre el cristal y escolástica de las copas – Riedel, Spiegelau, Schott

La copa que rebosa fue imagen de feliz fecundidad desde los psalmos del rey David hasta el lirismo simbolista. Aún ha de tener su validez porque de algún modo implica una remisión universal, inequívoca, a una vida de bendiciones y abundancias. De la misma manera, cuando la arquitectura ha querido expresar solemnidad, el recurso a los vasos, a las urnas, a las cornucopias, ha sido constante, hasta lograr simetrías a partir de la superioridad de formas asimétricas o irregulares. Esta necesidad de sensualidad y agrado en lo que nos rodea es tan perenne que incluso los diseñadores finlandeses al final tuvieron que tallar cristal porque siempre hay gente que quiere poner flores. Los pintores de flores, tan olvidados, tuvieron una sensibilidad para estas cosas. Por suerte quedan algunos todavía.   Esa tensión del cristal curvo –siempre a segundos de romperse- crea una ilusión de solidez desde la fragilidad, algo parecido a un instante de perfección en que consiste la razón de su belleza hasta que fatalmente llega alguien y pone los dedazos o deja sobre el borde la huella del carmín. Hoy por hoy, lo común es que los restaurantes cuiden las copas a no ser que se quieran casticistas y den por hecho que unas copas toscas –como las de Casa Lucio- integran de algún modo la prosopopeya del lugar. Por principio, una ojeada a las copas da indicio del cuidado del vino. Son detalles pequeños que no por eso dejan de ser críticos, a juicio del cantante y moralista Julio Iglesias. Últimamente se fabrican, con un material llamado Kwarx –el nombre me llena de estupor- ciertas copas a mi juicio poco gráciles que tienen la virtud de no romperse. Un amigo mío hizo la prueba y la copa –conforme a su publicidad- no se rompió, pero la copa no era suya y tal vez no lo intentara con la convicción que a estos efectos proporciona un martillo pilón: una copa irrompible, en fin, es algo que nos lleva a los límites del escepticismo.   En todo caso, un vino importante –un vino sinfónico- necesita una buena copa: cristal fino, bisel breve, amplitud de anchura, transparencia de agua, pie para soportar tanto vuelo y un talle suficiente que permita cogerla sin titubeos incluso en ese momento de imprecisión y vehemencia del que ya se ha bebido la botella. Se puede ver que las copas tienen su escolástica y generan graves preocupaciones por la perfección; como es natural, uno puede gozarse en la vulgaridad y beber champaña en vasos sucios de queimada pero –como diría otro moralista- “no es lo mismo”. Las tecnologías, la depuración sucesiva del diseño, nos permiten hoy ver copas delicadísimas, como una plasmación del aire o una escarcha transparente que perdura. A mí me gusta sacar muchas copas aunque a la mañana siguiente parezca que el día anterior no hubo una cena en la casa, sino una catástrofe. Un vino bueno se degrada y se entristece en una copa mala y, en cuanto al vino malo, está entre esas cosas –las conversaciones tontas, recibir insultos- que hay que evitar porque la vida es breve.   Las copas de la marca austríaca Riedel, las copas Riedel, dan a los aficionados al vino una estimulación casi extrasensorial. ¡Co-pas Rie-del!, dicen, silabeando con énfasis, al tiempo que imaginan paraísos momentáneos, una perspectiva de placer ilimitado, ese vino que se hace esperar y que a cambio nos ha de abrir las puertas de un conocimiento superior. Hay copas perversas, como los catavinos normalizados internacionales, y copas cuya  misión es resaltar los defectos del vino, para los burócratas del asunto. Desde luego, trabajar con recipientes de olores y de aires es de una sutileza comparable a la cura de almas.   En cuanto a las copas Riedel, son continuidad de la tradición austro-hungárica de artesanía con cristales. En los últimos años, Georg Riedel ha estudiado las geometrías del gusto y del olfato hasta crear una copa para cada vino –Riedel Chardonnay, Riedel Nebbiolo- y para cada espirituoso. Esto puede parecer fantasía y mito pero algún misterio lo hace funcionar –según los modelos- con completa perfección: una perfección que no se nota, de la que uno podría olvidarse. La Riedel Chardonnay, por ejemplo, es una concreción plástica del concepto abstracto ‘chardonnay’, que por sinestesias y misterios juzgamos gorda y ancha igual que la albariño sería una uva más esbelta. A cambio, las copas Riedel se rompen con el viento, y un momento de torpeza lleva al desastre, a la discusión conyugal, al día desgraciado, al gasto, etcétera. Por lo general, si en la copería hay siempre una correspondencia con la abundancia, con las copas Riedel esto se establece de un modo que llega al sonrojo y la ostentación. Sin salir de la lengua alemana, Spiegelau y Schott fabrican copas que pueden ser competentes, respetables o incluso magníficas. En cierto modo, a estos países tan poblados de filósofos y teólogos les pega grandemente ese misterio de fabricar cristal puro. Por lo demás, ningún establecimiento de buena reputación tiene en el mercado vasos para ‘mini’.   Según la mezquindad de los restaurantes, a veces nos pueden poner copas inaceptables pero suele bastar una frase asertiva –‘me las cambian o me voy’- para que nos traigan las copas buenas. Infelizmente, entre los ‘don’ts’ de las copas de vino hay que incluir todo tipo de copas de fantasía, el cristal tallado o coloreado, las incrustaciones, los esmaltes, y esas copas de champaña con forma de tulipa. Ciertas copas de fabricación centroeuropea venían con un coloreado en verde en su fondo para transmitir entereza a vinos pálidos y sin alma del género del ‘liebfraumilch’: se trata de un fraude por mucho que vengan de Alemania. Estas son unas cuestiones algo básicas porque una pulsión de primitivismo nos vuelve inquietante el hecho de no ver lo que bebemos. En una copa apropiada, el vino se siente como chorizo en grasa, respira, se airea, se despereza y se comunica con el mundo tras la reclusión de la botella, empapa de lágrima la curvatura del cristal y entonces puede uno comenzar a debatir sobre el color, con la sutileza de los teólogos alemanes. Después llegan las lecciones de la experiencia, y uno, por ejemplo, ha defendido con todo idealismo y desinterés el fino y la manzanilla e incluso el champaña en copas para vino blanco, o el vaso bajo y no el tubo para ‘long drinks’ como el campari-soda. Siempre somos el snob de alguien.

 
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