Turner o el amor por la vocación

La reina Victoria siempre pensó que estaba loco, y la crítica de su tiempo ejerció contra él todos los matices de la impiedad: de las muchas abominaciones que se dijeron en vida de William Turner, quizá la más amable fue que el pintor aprovechaba sus lienzos para jugar con los tarros abiertos de la mostaza y el tomate. Por contraste con los perfiles de apostura del romanticismo inglés –de Byron a Shelley-, la imagen tan prosaica de Turner no parecía cohonestarse con la intensidad poética, la fuerza moral y el afán sublime de sus cuadros: Delacroix dejó constancia de su sorpresa porque el artista fuera hombre de semejante tosquedad, e incluso el propio John Ruskin –valedor de Turner y árbitro de la estética británica más perenne- no pudo sino reconocer que se lo habían descrito unánimemente como una persona de apariencia vulgar, por completo alejada del dramatismo y el dolor del mundo que cabía suponer en alguien que había pintado el atardecer más infinito, las guerras de nubes en el cielo, tantos momentos de la Creación en que –como diría d’Ors- no sabemos si estamos ante un Génesis o ante un Apocalipsis. Uno de los amigos de Turner relata cómo encajaba el pintor los vituperios: “he visto cómo se le saltaban las lágrimas, lo he visto dispuesto a atarse una soga al cuello”. Es todo un contraste: hoy no podemos acercarnos a Turner sin pensar que es el artista en el que más poderosa se intuye la presencia del talento.

Si las escuelas de negocios hace años redescubrieron a Gracián o a Maquiavelo para asomarse a las complejidades de la naturaleza humana, Turner servirá ejemplarmente para cualquier curso que haya de gestión del talento: allí donde Ortega señala polémicamente la pereza aristocrática de Velázquez, Turner se esforzará como un bracero, hasta el punto de que los estudiosos de la obra se ven sobrepasados por un catálogo tan copioso y –ante todo- tan homogéneo en sus altos y en sus bajos. Un compatriota de Turner, Cyril Connolly señala el prejuicio que nos rige al evaluar el genio: la percepción de que, si es mucho, saldrá solo. Es una superstición que va contra el dato de experiencia de que –como supo en vida el propio Connolly- la mayor parte de los talentos terminan en el desguace de las promesas incumplidas.

Fue un milagro que Turner –con todo en contra- no acabara allí, pero tuvo demasiado orgullo de artista para caer en la vanidad del artistazo: en el plan de su propia vida, sabía que la genialidad no podía ser excusa para evitar años de banalidades pintadas por encargo. De la envidia, lo único que supo fue sufrirla. Si alguien ha afirmado que el clima inglés posó para él, el propio Turner lo desmiente al atarse a un mástil durante una tormenta para apreciar mejor el oleaje, o al subirse una barcaza para abocetar el incendio del parlamento en Londres y llevarlo luego al lienzo. Una nevada en Inglaterra le dará pretexto –como le profetizó a un testigo- para escenificar el paso de Aníbal a través de los Alpes. Hoy tenemos a Turner por el pintor del color, pero dedicó su vida a estudiar –y a enseñar- perspectiva. Hoy admiramos en Turner su cualidad de pintor “innovador” por excelencia, pero lo mismo atendió a las teorías cromáticas de Goethe que catalizó todas las lecciones de sus maestros, de los pintores holandeses de marinas a Rembrandt o –perpetuamente- Claudio de Lorena. A todos ellos recurrió con piedad persistente, pero luego sólo donaría uno de sus cuadros a condición de que figurara junto al maestro Lorraine. Curiosamente, el mismo Turner que nunca hizo esfuerzos por parecer buena persona, recaudó fondos para lo que llamó la figura, tan contraria a su próspero pasar, del “pintor desmoronado”.

Turner ha pasado a la historia con una personalidad tan unívoca que con frecuencia soslayamos el haz de pasiones en que consistió su genio: si fue el pintor del Támesis, también lo sería del Loira; si viajó a Italia a tomar la lección de la Antigüedad, cantaría al progreso de la locomotora; si nos parece el pintor de una naturaleza de crueldad indiferente, en sus cuadros no faltará la nota de piedad de una bañista, de un pastor, de una figura humana; si parece un maestro de la indiferencia y llegó a afirmar que no pintaba sus lienzos para que fueran entendidos, no dejará de montar su propia galería de arte o de escribir versos junto a sus cuadros como garantía de perennidad. Naturaleza e Historia: el Turner que, con el solemne remolcado de El Temerario, plasmó la acepción más noble de la vieja Inglaterra, es también el whig reformista que criticará el comercio en sangre de los negreros en su Barco de Esclavos. Es irónico, en fin, que lo turneriano permanezca hoy como categoría del espíritu cuando estamos ante un pintor alejado de cualquier solipsismo, y es aún más irónico pensar que, al pintor de los óleos más amados de Gran Bretaña, no hicieran sino decirle que se limitara a la acuarela. Dos siglos después, si su talento es inimitable, hay algo ejemplar en su no claudicación, en su voluntad de resistencia, en el amor a una vocación y su poder.

 
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