Últimas cenas - Los restaurantes de la temporada (I)

Alboroque: Andrés Madrigal lleva aquí dos años y una estrella Michelín. Curiosamente, Alboroque no parece haber entrado en las rutas gastronómicas oficiosas de Madrid, seguramente por el barrio aunque este barrio de los textiles de la plaza de Santa Cruz lleve varios años renovándose, con los viejos palacios galdosianos remozados en hoteles. La casa palacio Atocha 34, donde está Alboroque, es lugar algo gélido y algo desangelado: une demasiadas cosas bajo el pretexto de que la cultura y la cocina se dan la mano (lo cual ya es sospechoso-pretencioso) y a la gelidez, sin duda, contribuye esa colección de arte contemporáneo que han esparcido por el patio y que le da al patio el aire de estar en obras. Ahora, minimalistas no son: habrá docenas de esculturas, que provocan un cierto ahogo nouveau riche. Ya dentro, servicio moderno pero bueno, un 'gimlet' sabor gloria y el menú más largo. Tras unas tapas de inspiración chinesca y un gazpacho de fresas demasiado visto, la raya sobre socarrat de puntalete (una pasta) es el plato menos logrado. El más logrado, un rabo de toro ligado con manitas de cordero y estofado al vino tinto con parmentier: una maravilla memorable, que suena más fuerte de como se digiere. Buenos postres, tonterías, y una botella de Hiru 3 Racimos, de Luis Cañas, 'muy' rioja alavesa aunque un año o dos en botella le hubieran venido muy bien. Como sea, Madrigal es un cocinero con una sensibilidad positivamente clásica.

La trainera. Desde la infancia sin volver aquí, al sitio de Lagasca de vieja estirpe de pescaderos que luce como reclamo, a la manera setentera, un cartel de MARISCOS Y CHAMPÁN. Lo único bueno es lo que no está cocinado y no recordaba que las sillas fueran un empalamiento. Óptimas almejas crudas pero unos mejillones nadan perdidos en una salsa de tomate imposible. Nos sirven un lenguado como un diplodocus y hay quien se consuela con no una sino dos tartas de Santiago, que ni siquiera hacen allí. Insistamos sobre el lenguado: una meunière basta, como hecha en churrería. Sólo es bueno para volver a los setenta, que es la época en que debieron de redactar la carta de vinos. Es posible que a los turistas que frecuentan el restaurante les dé igual.

Alborán y La Giralda. De pronto, tiene uno el mes andaluz y cree que hay pocas cosas mejores en el mundo que una comida que se abra y se cierre con manzanilla. En La Giralda, la manzanilla Solear está tan fresca como debe –dato que hay que tener muy en cuenta. En cambio, el fino La Ina de Alborán está para echárselo al consomé. Frituras y pica-pica excelentes en ambos sitios, en uno de ellos incluso con pezqueñines ilegales –chanquetes- sobre los que nos abalanzamos antes de que venga la policía y detenga al dueño. La Giralda tiene un público muy barriosalmantino y una decoración tan islámica que me recordaba a la embajada de Irán sólo que sin los cuadros de Homeini. Alborán cultiva una estética de ferry y es uno de esos sitios a los que sólo van hombres.

Asiana Next Door. Tiene toda la necedad contemporánea necesaria para triunfar. Precios ajustados, lo cual se nota en la materia prima. El menú degustación mezcla el Perú con la India, Japón con Carabanchel. Quiero decir que uno termina un poco mareado, exasperado de tanta especia. Servicio de chicas jóvenes y entusiastas, coctelería mediocre. Aun así, a veces el acierto es sublime, pleno de sabores a la vez restallantes y sutiles, con lo que el problema es, precisamente, tomar un menú degustación por lo demás bienintencionado. Tomamos un blanco del Ródano de Alain Graillot, sobrio, graso, masculino, lo suficientemente neutro para soportar tanta embestida. Por cierto, este es el hermano menor del Asiana, ambos de J. Renedo, y este está gustando mucho más.

Piñera. Uno piensa que el clasicismo gastronómico tal vez sea una moda más, como los pantalones de pata de elefante, pero enciendo una vela a santos orondos como Santo Tomás de Aquino e Isabel de Hungría para que Piñera permanezca. Creo que es de lo más sólido que ha abierto en Madrid en los últimos años. Gelée con salmón, boletus y caviar. Mano prodigiosa con al arroz de un cocinero experto en arroces. Tienen en la carta cien o más champañas de pequeños productores –hay que andarse con ojo- y tomamos uno de pinot meunière. Estoy un poco harto de los monovarietales de pinot meunière pero está fresco y es ligero y sirve de prólogo a la potencia de un blanco del Loira, de la Coulée de Serrant, pago mítico por historia y, en los últimos decenios, por biodinámica. El color es de pis de caballo y hubiéramos necesitado días para gozar del vino, tal y como recomienda su elaborador, Nicolas Joly. Clasicismo también presente en los postres –han vuelto, para quedarse, las crêpes suzette. El lugar es feo y está en una zona hostil de Madrid y el maître debe de tener astenia. Pese a todo, es un sitio casi para volver semana tras semana. Tiene una de las mejores cartas de vinos de la ciudad, lo cual implica un esfuerzo en dinero, en gusto y en trabajo.

Arrivederci Roma. No sé por qué se llama así cuando es un restaurante siciliano. Han ido mejorando, consolidando poco a poco. Con todo, el servicio es exasperantemente lento y uno ha digerido el entrante cuando llega la pasta. Pero llega la pasta y uno casi lo perdona todo: cocción sublime y pasta de clasicismo inhabitual, muy marinera, como conviene a Sicilia. Excelentes la pasta con huevas y la pasta con mejillones de roca y queso pecorino.

Janatomo. Esto es lo que pasa cuando alguien se empeña en ir a un japonés con la condición de que sea barato. Público de Carpanta y luego un lavado de estómago.

Inari. Japonés modesto pero honesto, perfectamente indicado para resolver una cena de viernes sin deshonra ni agujero en el bolsillo. Buenos rolls. Es especialmente amable que esté en el barrio de Salamanca, donde los japoneses –Kabuki, Shikku, Sushi 99- son todos demasiado celebratorios y gravosos.

Caffé Romano. Soy muy crítico con él, creo que –salvo la Lomana- las grandes señoras han huido y, pese a todo, está uno ahí casi todas las tardes. El servicio tiene un punto de facundia italiana. A veces, en el restaurante, es francamente detestable. Comida mediocre aunque con platos salvables. No tienen el Gaja que pedimos –el barato, claro- y nos recomiendan un barolo de Fontanafredda del 2000 que es una caricatura de los grandes. Con todo, el lugar es muy agradable para comer aunque uno cree que tanto dorado y tanta cariátide en topless sólo se salvan por estar en la calle Ayala y no en el kilómetro 25 de la Nacional cuatro.

 

Sicilia in Bocca. Es uno de los mejores italianos que han abierto en Madrid, de autenticidad unívoca, con algo gracioso por mantener un punto de tasca modesta. La única pega es que está en el paseo de las Yeserías, aunque me alegro por quien viva por ahí. Precios casi de ganga para un sitio de entrantes de contundencia y alguna pasta –los ravioli con langosta- de hondo saber meridional. En cambio, mejor tomar una cerveza pues los vinos son mediocres. Merece la excursión aunque me temo que llenan a diario.

Krachai, Siam. Krachai acaba de inaugurarse y ya se ha llenado de gente muy moderna. Menú mejorable pero todo es nítido y fresco y no gravoso. Tomamos un blanco de torrontés decepcionante, como conviene a cualquier vino que se intitule ‘urban wine’. De noche causa más efecto. Con todo, mi thai favorito sigue siendo el pequeño Siam, con sus budas de cartón piedra y su humildad entrañable. Nos da un punto de fantasía y pedimos un cóctel Thai Passion que parece un anuncio de guía de viajes. San Bernardino es una de las calles más bonitas de Madrid.

Támara – Casa Lorenzo. Es muy difícil comerse un cordero asado y no terminar con cara de crimen pero este lugar es una academia castellana perfectamente seria. A propósito de cocina castellana, recomiendo el libro In the kitchens of Castile, de un inglés que viaja a Segovia en los ochenta con ganas de aprender a asar. Támara es de los mejores restaurantes de Madrid y no sé porqué no tiene una estrella Michelín. Soberbia carta de vinos españoles. En realidad, es un canto de amor a España, tal y como era. Simpatizo con el lumbago de Lorenzo, afección muy castellana y por tanto resignada y espiritual. Venir a este sitio desde el bar del Puerta de América es atravesar varias capas de un yacimiento arqueológico.

99 Sushi bar Hermosilla.  Acaba de abrir y ha recibido tanta alabanza que me ha decepcionado ligeramente. Los vinos buenos son de añadas muy recientes y no se pueden tomar, con lo que la opción es un Domaine Weinbach Riesling Cuvée Ste. Catherine del 2002, con el talle de una bailarina. Tienen mil ginebras pero –parbleu!- no tienen Tanqueray normal, ni Gordon’s, ni Plymouth ni Seagram’s. Me lo tomo como Pascal se lo tomaría –con Martin Miller’s- y acometemos una comida larga donde el sushi y el kobe son excelentes, así como el paté de rape (aunque uno lo quería en hígado entero, con su apetitoso olor a whiskas). El nivel es como el de Ponzano aunque ni rastro de la anunciada fusión nikkei. En fin, las comidas se pagan. Cada vez más. Lugar, por cierto, algo incómodo y estrecho, con una escalera que, a las dos de la tarde de un día de julio, parece el Tourmalet.

Home burguer bar. Sala que está entre los diners clásicos y el diseño escandinavo: ¡una maravilla! A cambio, las hamburguesas decepcionan ligeramente no ya en comparación con las grandes de Madrid –Alfredo’s, Fast Good- sino con alguna reciente como la de Lagoa. Es por cierta sofisticación o amaneramiento. Apesta a hamburguesa, por cierto, y uno se lleva el olor, aunque entiendo que esto va dentro del pack de la autenticidad. Mueren de éxito a la mitad de la muy antiamericana y sin un duro Malasaña.

La semana que viene, más, posiblemente.

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