Zapatero o la confusión

            Tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe. Y en este caso no es por casualidad. En José Luis Rodríguez Zapatero brillan por su ausencia las necesarias condiciones de cultura y carácter que le capacitarían para ser un buen Presidente del Gobierno de España. No es que carezca de cualidades positivas. Pero las que tiene –sentido de la oportunidad, dominio de la imagen, capacidad de comunicación- son escasamente útiles en un tiempo de crisis. Entre las debilidades de Zapatero se encuentra una capital, que últimamente se ha hecho especialmente notoria: desconoce las reglas fundamentales del arte de gobernar. No es, por cierto, una falta cualquiera para un político que ocupa el poder. Por ejemplo, ignora en la práctica que es necesario consultar a los concernidos por una decisión (y en cualquier caso, a los miembros de su propio Gobierno). No despacha habitualmente con quienes están al frente de cada área.  El dominio de los tiempos que tiene acreditado, sólo lo refiere al corto plazo: es escéptico -o miope- para el largo recorrido. Todo lo cual, y algunas características más, configuran un perfil que puede dar buenas sensaciones en trechos limitados y con relativa bonanza, mientras resulta problemático que resista el desgaste de una larga y dura prueba.

            Lo más grave de su comportamiento en estos tres últimos años ha sido su cazurra e ingenua negativa a reconocer la amenaza, primero, y la presencia, después, de una grave crisis económica. Es típico de un carácter inmaduro –casi infantil- el hacerse la idea de que la dificultad no existe porque no se la mira. El niño se esconde debajo de las sábanas si viene alguien que le va a reñir. La niña se tapa los ojos cuando en la televisión un personaje sufre injustamente. Si fuera filósofo -¡cuán lejos está!- Zapatero sería un idealista tipo Berkeley: si ya tenemos las apariencias, ¿qué necesidad hay de las realidades?

            Lo malo es que las realidades acaban por comparecer. Y es entonces cuando se monta la ceremonia de la confusión. Como en la fábula de Borges, las representaciones idealizadas se entreveran con las cosas, y llega un momento en que ya no se sabe qué es lo real y qué es lo urdido. Si tal juego da lugar a un disparate, hay que rectificar en un plazo de horas. Es el caso del documento sobre pensiones enviado a Bruselas y que –ante la ira de los sindicatos- se tuvo que disfrazar de simulación. Cuando a Zapatero le amenazan los expertos extranjeros con una cuarentena económica, se ve urgido a entrar en las cuestiones laborales que consideraba intocables. Todo se hace entonces deprisa y corriendo, para –de nuevo- cubrir las apariencias. Nuestro Presidente va de progresista por el mundo, sin darse cuenta de que guardar las apariencias es la actitud más típicamente burguesa.

            El colmo de las contradicciones se ha producido durante su comparecencia en el pintoresco desayuno de oración celebrado en Nueva York. Zapatero tenía que escenificar una plegaria dirigida a un Dios en el que, al parecer, no cree. Va y convierte entonces el rezo en un fragmento de mitin, cita parcialmente un texto politizado de la Biblia, y acaba implorando -¿ante quien?- la comprensión para los homosexuales. Y como, si bien no es filósofo, también tiene su pequeño corazón metafísico, reitera la improbable tesis de que la libertad hace la verdad, es decir, justamente lo contrario de lo proclamado por la Biblia.

            Estamos tocando el fondo. La cosa va en serio y comenzamos a comprobar que los más pesimistas se quedaban cortos. Todo parece indicar que los socialistas nos están conduciendo hasta el borde mismo de la ruina. Y que el deterioro económico, cívico y moral puede durar años. Entre otras cosas porque a la oposición, aunque sea más realista, tampoco se le aprecian convicciones firmes, ni sus líderes son personalidades de envergadura. No hay motivo para extrañarse demasiado. Ésta es la suerte que le aguarda a un sociedad frívola y superficial que considera el pensamiento como una funesta manía, prescinde de la cultura, y traga carros y carretas, mientras ni siquiera echa en falta el coraje cívico que lleva a ponerse las pilas cuando pintan bastos. Predestinada.

 
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