Zerolo o la misión sin remisión

De entre los aplausos procedentes de las bancadas afines que iban jalonando el discurso de Zapatero en la sesión de investidura, allá por abril de 2004, recuerdo que los más prolongados y entusiastas fueron aquéllos que subrayaron la propuesta del «matrimonio» homosexual. Una ovación tan cerrada como la de entonces –varios decibelios por encima de la que había suscitado en sus señorías la reforma de la Carta Magna, por ejemplo– me pareció que tenía mucho de narcisismo artificioso, como si impostando el fervor por una presunta justicia se pretendiera hoy mostrar más a las claras la indignación por la supuesta injusticia de ayer.

Dejando a un lado el hecho de que desde las mismas bancadas se hizo más bien poco al respecto de esa supuesta injusticia durante cuatro legislaturas, lo cierto es que con la intensidad de aquellos aplausos, aparte de incurrir en impúdica celebración colectiva de la virtud propia, se expresaba un importante mensaje programático. A saber, la voluntad inquebrantable, compacta, incluso cerril, de llevar a término la reforma anunciada, pese a los dictámenes del Consejo de Estado, del CGPJ y de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, pese a las firmas de la iniciativa legislativa popular, pese a cientos de miles de manifestantes, pese al veto del Senado, pese al sentido común.

Pese a todo, en efecto, se celebró el jueves en el Congreso de los Diputados la solemne votación. Sin ningún debate previo. Sin intercambio real de pareceres. De acuerdo con ese espíritu políticamente autista, la propia sesión parlamentaria se desarrolló también sin diálogo. Al discurso imprevisto del presidente del Gobierno no pudo replicar el jefe de la oposición porque le fue denegada la palabra. Y en la tribuna de invitados, más salvas de aplausos para celebrar el talante de este Gobierno, y en la portada de Zero, el gran timonel, dechado de tolerancia, y en las calles un tremolar de banderas con el arco iris. Nada de referéndum que pueda obligar a arriarlas.

Bueno, pues ahora que la comunidad gay ha obtenido su política de máximos, el reconocimiento como «matrimonio» y la posibilidad de la adopción, cabe preguntarse cuál puede ser el destino de sus asociaciones más beligerantes. Lo lógico sería pensar en su desmantelamiento, porque si nacieron con un fin reivindicativo y ya han satisfecho sus aspiraciones mayores, en caso de pervivir quedarían como una reminiscencia desangelada y poco menos que folclórica de otros tiempos más gloriosos, o sea, de cuando contra la sociedad homófoba y carcamal vivían mejor.

Sin embargo, lo más probable es que la causa de este «colectivo» acabe constituyendo una misión sin remisión, una lucha permanente en la que el jueves se dio sólo un primer paso, relevante pero incompleto. Aquí tiene Zerolo un desempeño esencial como cabeza visible del cotarro en el Gobierno. Con el fin de que se logre la igualdad definitiva, puede pedir una partida presupuestaria específica para que la ciencia investigue y acabe erradicando esa querencia reaccionaria de cada uno de los gametos por el que lo complementa. O puede proponer la paridad en el gabinete de ministros no por razón de sexo, como ahora, sino de armario.

La revolución familiar ha comenzado y los estrictos guardianes de la nueva ortodoxia nos observan con la fatwa preparada. A estos ayatolás del laicismo rosa han de someterse políticos, periodistas, jueces y hasta hombres de ciencia, bajo riesgo de ser destinatarios del más peligroso anatema. No sé a ustedes, pero a mí Zerolo me recuerda cada vez más a Jamenei, el que quita y pone candidatos políticos, el que refrenda o anula legitimidades civiles y religiosas en la República Islámica de Irán. ¿Esto venía en alguna cláusula de la Alianza de Civilizaciones?

 
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