El teatro como milagro y como aplauso - Apuntes del crepúsculo - Teorías del Madrid feliz

Hay una rutina absolutamente benigna en ir al teatro, ya al final del día, sin pasar por casa a cambiarse, con una felicidad muy superior a la de ir a la conferencia-presentación de un libro sobre desarme o a las catas que organizan las bodegas para decir que la añada -de nuevo- es excelente.

El buen teatro está entre los placeres primeros del otoño, como volver a la corbata o esperar a esa mañana de noviembre en que nuestra respiración será otra vez un vaho al aire; como el rito anual de la becada o ver en 'Tex-Mex' a los amigos del colegio y comprobar con satisfacción que les va mal. Por mi parte, creo que me gusta más ir al teatro que el propio teatro pero en esto procuro no pedirme explicaciones: las cosas son porque son y está bien que sean así y, si empezamos por las explicaciones, terminaremos en el diván del doctor Freud. Toda explicación es una estafa y el mundo se mueve por el malentendido: por eso mismo resulta interesante. En fin, hablábamos del teatro y no de la moral -pero se ve que la cabra tira al monte. No es ocioso señalar que el teatro también se mueve por las artes del 'malentendu'.

De pronto, tenemos el gesto de olvidar el ruido y la furia, las facturas, las llamadas perdidas o debidas, los trabajos, los encargos, y nos vemos tarareando un 'reggae' con el taxista, contentos de una vida fácil que nos permite apearnos antes del taxi, tomar un café, 'flanear' un rato, observar esa última hora de la tarde que en Madrid tiene un empaque algo solemne, entre el dorado y el gris, con tránsitos de rosa. Fumamos un cigarrillo en una terraza, suavemente mecidos por la mano del Señor. Exhalamos el humo y somos pura pasividad, un acto simple de aceptación. Las bendiciones de la vida cuajan como un queso en nuestras manos -por sólo un euro y medio- y pensamos si la alegría no será la santidad del egoísmo. En todo caso, hay un oficio en ver atardecer, y estos días atardece con tanta perfección, con tanta delicadeza, con un ritmo tan medido, que dan ganas de resucitar a Boccherini para que -siglos después- le vuelva a poner música. Dicho lo cual, creo que era Goethe quien decía que quince minutos de crepúsculo terminan por quemar al más poeta -pero pasear con un fondo de ocaso, entre los templetes de Alcalá o Gran Vía, nos da la impresión de estar en un Lorena pasado por el art-decó, ya me entienden, habitado por inmigrantes y no por dioses clásicos. Pasear, dejarse ir, mirar escaparates, sentir el goloseo previo del teatro -la hora de la cita, las entradas-... ¡Qué maravilla! Los placeres baratos son los mejores, como afirman los que no suelen beber Dom Pérignon. La previa del teatro tiene esa dulzura propia de esperar a lo que llega.

El teatro en España es demasiado tarde, a esa hora en que la gente sale de casa o ya regresa, tierno 'sábado en la aldea' a escala macrourbana. Los autobuses van empaquetados. Alguien a nuestro lado comenta que la victoria alada del Metrópolis parece una drag queen pero 'Madrid es la mejor ciudad para encogerse de hombros', según Gómez de la Serna, y consideramos que todo argumento merece su cuota de ponderación y de interés. A esa última hora de la tarde, camino del teatro, todo el mundo parece más guapo, más favorecido por la luz: las gominas, las chaquetas, brillan más que nunca. Es una hora de elegancias deportivas, no aparatosas, idónea para salir del taxi como quien lo espera todo.

Ya Pla se fijaba en que la gente, en Madrid, parece siempre 'encantada de la vida'. En realidad, ocurre también en otras ciudades españolas: no es una felicidad codiciosa y ávida, como en Londres, sino un bienestar corporal visible, una media sonrisa en la cara, algo así como si el vecino nos pagara a todos la hipoteca o, al menos, la factura de la luz. No es un don menor habitar una ciudad feliz: como dijo Johnson de Londres, quien se canse de Madrid posiblemente es que esté cansado de la vida. Tampoco faltan los 'regalos y ocasiones de contento' que de México predicó Balbuena. El teatro o la música están entre esas ocasiones de contento, para hacer un privilegio de un día martes o un día miércoles y envolvernos un poco en celofán. La vocación festiva no pienso que esté entre los rasgos vituperables de los hombres. Por otra parte, el teatro es de las pocas diversiones reales que no implican beber hasta el naufragio, con lo que uno se ahorra la duda de si ha de volver a casa en taxi o más bien en ambulancia. Uno también se ahorra los 25.60 E que cuesta el sueño del coche en un aparcamiento.

Cuando fui snob, apenas me dignaba ir al teatro, molesto de algún modo por los artificios de sentir en masa o por participar tan sólo a medias de una ilusión que no vencía nuestro escepticismo radical. En fin, nunca estamos lejos de ser idiotas, y me imagino que por esa desconfianza soy conservador. Hoy tengo por norma ir donde me inviten, 'pauperum tabernas regumque turres', en el entendimiento de que la vida es más un baile que una matemática y es ella quien marca el paso. Posiblemente ya somos hombres vacíos, sin criterio, pero todavía somos capaces de la jovialidad y la ilusión pueril de mirar la cartelera y disponernos a una tarde-noche de presunto agrado. Por supuesto, puede suceder que vayas con una mujer y vuelvas con una decepción -pero esa es otra historia y queda el contento de que la decepción es mutua.

De momento, tiendo a pensar que la aglomeración humana más civilizada es la que se congrega ante las puertas de un teatro. Hay ahí una crepitación leve de ilusión, mientras la gente se encuentra y se saluda y coge folletos y programas y ves a un ministro o a la hija de un ministro. Siempre hay alguien a quien ver o alguien de quien rumorear, y otro motivo no menor por el que me gusta el teatro es porque me gusta la gente que va al teatro: matrimonios maduros, dos amigas cuarentonas, estudiantes, estudiantas: 'letras, virtudes, variedad de oficios', diría Balbuena, afición en general, gentes normales pero no insensibles. Somos muy poca cosa si no aceptamos que algunos lleven piercings. También sucede que uno vea a un embajador, en lo que es, por su parte, un gesto muy siglo XIX. También me gusta el teatro porque me recuerda al XIX, y porque me atraen esos teatros íntimos, pequeños, con liras y musas y sobredorados, con el mullido granate ya eviscerado en la butaca, con una araña de cristal que en cualquier momento se va a caer porque esas cosas pasan, con igualdad de pretensión y cutrerío, es decir, con todo dispuesto para la hora de la magia. ¡Inolvidables teatros de provincias que se llaman Gayarre o Tenor Fleta aunque ya sólo actúe Pedro Ruiz! Cualquier directo tiene algo milagroso y por eso hay que aplaudir hasta la extenuación a los actores, a los cantantes, a los músicos: todas las artes de la escena siguen vivas porque la gente aplaude. Si falta el pago, que no falte el halago. Stendhal y Nerval tienen páginas maestras sobre esto, de gran exaltación y observación. Reconozco que soy más bien de los que se duermen invariablemente en el primer acto, justo después de ese hermoso instante de apagar -poco a poco, poco a poco- los apliques y las lámparas, del blanco claro al amarillo antiguo.

No creo que quede mucho del teatro después de Calixto Bieito, quien ahora amenaza con representar el Tirant lo Blanch. No pienso quejarme porque alguien represente a Hamlet en el carnaval de Río. Procuro informarme antes, para ahorrármelo. Pediría que respetaran el Teatro Real, que es una altísima institución del Estado, y que nos habla de nuestra monarquía y nuestra historia, esto es, de nuestra gloria -de nuestra pequeña gloria, si queremos. Es decir, pediríamos que dejen de representar absolutamente todas las óperas italianas en un pueblo de la época de Mussolini, porque en algún momento quizá fue una buena idea -'innovemos, hermano'- pero al final cansa. También prefiero que no haya castraciones en directo y que no quemen crucifijos aunque me causa regocijo pensar que alguien queme un burka, sólo para contrariar. Me gusta que el teatro y la música sigan siendo un placer entre burgués y popular, mezcla de ceremonial y de alboroto. Desde luego, creo que al teatro -sobre todo al Real- es mejor no ir en chancletas aunque sólo sea porque en el escenario mueren de calor bajo los focos. En parte, echo de menos tener una ciudad con gran teatro -Londres, Dublín, París o Nueva York- o con más ópera pero aún lamento más el estar en la ciudad de la Europa continental que más amó el teatro y que esa afición se haya perdido.

Quizás hay que resignarse a que la pintura sea un happening y a que la música contemporánea sea una variación agónica del dodecafonismo. Hay que resignarse a que la poesía sea un poco yonqui, a que la literatura de viajes no tenga 'nada más que la tierra', a que la prosa sea ramplona y a que la oratoria pase de Castelar al 'sound bite'. Hay que resignarse a que los nuevos actores tengan el alma de plástico y crean que Calderón era un señor llamado Vicente. Todavía, sin embargo, puede haber buen teatro, igual que sigue habiendo linces ibéricos o águilas imperiales. Aplaudamos largo y sostenido porque hay gente en el escenario y detrás del escenario que seguramente lo merece. Veremos pasar un pálpito de vida, guardaremos la entrada en la chaqueta para volver a verla en unos meses y después habrá cena ligera, no más de dos cervezas, ganas de hablar y cinefórum. El ánimo se esponja agradablemente. A las dos de la mañana, en el centro de Madrid, la gente todavía no ha bebido y las calles sólo están llenas a medias pero de gentes que caminan y que hablan y sonríen. Volvemos a casa silbando y no es un blues. Magníficas delicadezas de la vida, siempre fieles.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato