El arte del buen trincar

España es un país de ladrones, pero de ladrones muy particulares. Entre los españoles que se dedican a aprovecharse de los bienes ajenos, no abundan los del pijama blanco de rayas negras. Lo nuestro es más de moqueta, de gomina y de cochazo oficial. Está bien visto aprovecharse de cualquier fisura del sistema para llevarse un pico y celebrarlo con los amigos hasta altas horas de la madrugada. Eso es lo español. Lo típicamente español. Para qué vamos a engañarnos.

Incluso para dedicarse al mangoneo hace falta tener un poco de arte. Por lo visto, no es lo mismo el que roba por el ansia de poseer, que el que lo hace para comprar de tres en tres en los concesionarios de alta gama. No es lo mismo el que roba con violencia a la viejecita, que el que se lleva los fondos públicos, de todas las viejecitas y de las que no lo son. No es lo mismo el que roba y reparte, que el que se lo queda todo. Por eso, si de robar se trata, no hay que perder de vista algunas normas de conducta.

En política, el buen corrupto medra hacia dentro, al contrario que la mayoría de los vegetales. Si las plantas van del capullo a la flor, en política, el buen trincón, prefiere ir de la flor al capullo, en donde ya se queda para toda la vida. Esto hace que sea fácilmente reconocible. El corrupto experto evita los focos, huye de la prensa y ni se habla con quienes huelen a honradez. Su táctica pasa por crecer dentro del partido, controlando áreas internas importantes pero poco atractivas para quienes tienen vocación política de exposición al público.

Una vez que ha medrado lo suficiente y se ha ganado la confianza de sus superiores, el buen facineroso dedicado a la política comienza a ejercer el noble arte de robar. Y entonces roba a manos llenas. Roba con gusto, con salero, con chispa, con descaro. Roba como si se fuera a acabar mañana. Apunta alto desde el primer día. No se lleva pequeñas comisiones, ni se contenta con operaciones de poca monta. Se lo va llevando a lo grande. Y lo reparte. Siempre lo reparte. Porque en caso de problemas, cuantas más personas aparezcan con la manos en la masa, más divididas caerán las bofetadas. Si es que hay bofetadas, y no cerradas ovaciones, que también ha habido casos.

Sin embargo, de todas las características del buen trincón, la más importante es la correcta recogida de documentación. Al igual que el observador de aves, el ladrón de partido debe anotar todo lo que sucede a su alrededor. A lo largo de un año es incontable la basura, los chismes, y los secretos de estado -y de partido- que se acumulan en las esquinas y en los pasillos de las sedes de Génova y Ferraz. El más poderoso del edificio siempre será el que más notas consiga tomar, el que más fotografías logre hacer, y el que más documentación pueda fotocopiar. Nunca se sabe cuándo llegará el momento de sacar todo el arsenal a pasear, o de encender el ventilador.

Así es el arte del buen trincar que tan bien conocemos en España. La historia de nuestra democracia está plagada de ladrones, iluminados y corruptos de todos los colores, que han hecho fortuna bajo el manto de lo oficial, del partido, y de la cosa pública. No debería sorprendernos. Lo increíble es que, visto lo visto, aún haya gente que confíe en las bondades de un estado gigante y todopoderoso, plagado de sujetos como estos, influyendo, tomando decisiones y, en definitiva, manejando nuestras vidas y nuestro dinero. Sólo reduciendo el poder que circula por las zarpazas públicas y su alargadísima sombra, se puede reducir el número de chorizos.

 
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