La bronca de Macron

Por los ademanes avergonzados del muchacho, dudo que hubiera querido hacerlo a propósito, sino que quizá nadie le había informado antes de que cosas así no se debían hacer. Seguramente pesaron en el chico las maneras zafias disfrazadas de naturalidad que hoy tanto se emplean en el escenario cotidiano, y que no distinguen entre un cantante de rock, una estrella deportiva o un académico. Al continuar confundiéndose espontaneidad con educación, las reglas de la urbanidad están siendo progresivamente preteridas, penalizando también cualquier tibio intento de rehabilitarlas.

Macron le ha venido a recordar al joven dos cosas: la necesaria compostura que tiene que adoptarse siempre ante los símbolos de una nación y el respeto que merece toda alta dignidad. Se lo dijo, además, con un lenguaje directo y entendible, con tono de justificada irritación. Aunque nunca se sabe en estos asuntos si los gabinetes de comunicación andan detrás o no, lo que es evidente es que el mensaje del presidente francés ha calado en la opinión pública internacional, precisamente por lo inusual de una conducta así, tan franca y acertada.

De todas formas, muy a menudo los culpables de que estos fenómenos sucedan son los propios líderes, al devaluar con insistencia la fuerte institucionalidad de sus magistraturas. Contamos con infinidad de ejemplos de esto: desde un Jefe de Estado malviviendo en una paupérrima chacra en plan Diógenes el cínico, hasta otro que lo hacía en tiendas de campaña. Incluso el actual papa y su controvertido alojamiento fuera de los centenarios aposentos pontificios ha bordeado estos pantanosos terrenos. Estos gestos y otros por el estilo son habitualmente muy bien recibidos por la ciudadanía, como muestras de antidivismo y naturalidad, pero pueden alcanzar la extravagancia si se desciende a otros ámbitos de análisis, derivados del carácter institucional que estas personalidades encarnan.

Cuando las normas o costumbres fijan las condiciones del ejercicio de una potestad o determinan el detalle de su día después, no lo hacen por capricho, sino porque valoran su alta significación, personalizada en quienes las ocupan temporalmente. De ahí que se dispongan de necesarios recursos económicos y humanos para conservar esas dignidades más allá de su final, como sucede con el papa dimisionario, con el rey emérito o con aquellos que han sido presidentes del gobierno en cualquier nación del mundo, a quienes se conserva el propio tratamiento protocolario hasta su muerte. La cuestión de la seguridad, por ejemplo, constituye un tema de la mayor relevancia en estos casos, como se comprobó con el trágico asesinato de Olof Palme tras salir de aquel cine en Estocolmo, desprovisto de guardaespaldas por su propia decisión y porque “quería hacer una vida normal”. Pretender retornar a la vida anónima anterior y a sus rutinas como si no se hubiera asumido un rol destacado en el poder causa sincera extrañeza, como inmaduro resulta también obstinarse en llevar a cabo comportamientos comunes u ordinarios durante el desempeño de un alto cargo cuando resultan incompatibles con su propia naturaleza.

Si cosas así son recibidas con aplausos por la sociedad, es que el efecto del populismo o el papanatismo ha hecho mella en ella. No parece lo más razonable complicar la tarea de los que tienen confiada la protección de estas figuras, que nos han representado a todos y forman parte de nuestro patrimonio público. Como tampoco lo es rechazar el estatus reservado por el ordenamiento para reconocer los servicios prestados por un jefe de gobierno, sea del signo que sea, toda vez que eso se otorga en atención al puesto atendido y a su relevancia.

Cuando el infortunado premier británico Cameron ganó sus primeras elecciones, manifestó su intención de no mudarse al número 10 de Downing Street y seguir viviendo en su casa. Pronto fue disuadido de que tal ocurrencia era imposible por motivos de protección y de funcionalidad. Y de tradición o grandeza de la nación, podría añadirse. Tras su paso por el gobierno, retornó a su vida privada acogiéndose a las facilidades que de diverso orden otorgan las leyes inglesas para ello, sin querer pasarse de original. Eso sucede en todas partes y por eso se ha convertido en una regla universalmente aceptada, además de justa. Apartarse de ella, pues, no constituye ningún rasgo de modestia o de humildad, sino de ganas de llamar la atención y de depreciar lo que debiera ser merecedor de respeto. Quien quiera ser toda la vida una persona normal, que no asuma empleos que nos representan a todos.

Por todas estas razones, ha hecho muy bien Emmanuel Macron en recordar el sentido institucional que nunca debe perderse. Ojalá cunda su gran ejemplo de enaltecer y elevar la dimensión de aquello que más lo merece.

Javier Junceda.


 


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