Del campo a la prensa

En esta época, uno se da cuenta de que ya ha llegado al campo cuando el vaho se convierte en figuritas de hielo que se desploman y estallan sobre la carretera, y cuando el iPhone no te deja ni contarlo en Twitter, porque la cobertura se la ha comido un corzo. Bien. He venido a pasar unos días aquí, lejos de la ciudad. No busco aventura, ni emociones. Aviso. No soy uno de esos tipos que acuden a la agencia de viajes suplicando algún destino salvaje, donde romperse los huesos en un ala delta, o ahogarse en una canoa rodeada de cocodrilos. Busco aire puro, naturaleza, comida casera, paz, y silencio. Busco esto. A mis pies, el mar. A mi espalda, la gran montaña. Mi hotel, entre dos tierras.

El campo, el primer día, está bien. Huele a campo. Sabe a campo. Se hacen fotos preciosas. Y ese frescor, que todo lo empapa. La brisa entra en los pulmones y los congela, hasta el punto de que, si quieres, ya sólo te faltan el corazón, el hígado, y el cerebro, para poder criogenizarte con lo básico en busca de tiempos mejores.

El campo es lugar de raras costumbres. La gente madruga para acostarse temprano, educa bien a los niños, a la antigua usanza, y adora a animales muy poco adorables. Algo que escapa a mis entendederas es la pasión que siente la gente de aquí por las gallinas. El campo está lleno de gallinas y cada vez que las visito, me entran ganas de una hamburguesa de pollo. Las gallinas son un animal estúpido. Caminan como gallinas. Y aunque mueven el cuello al andar de una forma lo suficientemente ridícula como para mantenerse en un discreto segundo plano, a las gallinas les entra un inmenso afán de protagonismo cuando un humano se aproxima. Entonces gruñen y mueven sus plumas como pavos pequeños y esbeltos, aún siendo pollos grandes y destartalados. Y después, de pronto, se asoma el gallo, dice kikirikí, y salen corriendo en todas las direcciones dejando en el aire una nube de pequeñas plumas. En fin, las gallinas son tontas como gallinas. Se salvan por los huevos.

En cambio, siento debilidad por los cerdos. Lo confieso. Esta mañana he estado rodeado de ellos y me he sentido como en casa. Además, cada vez que veo un marrano suelto cruzando un sendero, pienso que se está dirigiendo a la tribuna de oradores.

En el campo, los pajaritos cantan por la mañana a pesar de lo que cuentan los periódicos, y, si está cerca del mar, la brisa huele a paella de marisco. Aquí reina el silencio. Algo que en las ciudades ya sólo se logra en los entierros, y no siempre. El silencio es un regalo de Dios al hombre que nunca valoramos lo suficiente. El silencio nos permite oír al mundo y al universo. El sonido de la vida. El despertar de las flores y el curso de los ríos. El silencio de la naturaleza demuestra que todo lo que no es humano suena mejor, con excepción del último disco de Cooper.

El campo es maravilloso, pero después de tres días aquí, comienzan los problemas. Al fin y al cabo, la ciudad es el lugar donde el hombre impone sus normas a los animales, y el campo es el lugar donde los animales imponen sus normas al hombre. Nosotros no dejamos a los perros entrar en los bares de las ciudades. Y en el campo, los animales no nos dejan apagar cigarrillos en sus parques; con la particularidad de que, para un animal, todo el campo es parque. Sólo está permitido hacer lo que los animales quieren, y eso ocasiona múltiples incomodidades cuando quieres organizar una barbacoa en el monte con tus amigos, y carbonizar varios animales en su jugo.

Al tercer día en el campo, ni siquiera estar aquí te parece lo suficientemente exótico y decides subir una montaña. Alguna fuerza desconocida empuja al hombre de ciudad a trepar por el monte cuando se acerca al campo, sea cuál sea el estado del hombre y el del monte. Así, coronando un pico afilado tras ocho horas de caminata, crees dominar el universo. Esa extraña sensación de no poder con los huesos y tener ganas de sonreír. En lo alto, te sientas con el gorro bien calado en la roca más puntiaguda de toda la cima, pero te da lo mismo. No sientes nada. Abres una cerveza, enciendes un cigarrillo, y te crees, por un momento, muy relajado. Justo hasta que compruebas que el sol está cayendo, que el coche está a ocho horas andando, y que el albergue más próximo está abandonado y ha sido tomado por una comuna hippy. Entonces, clamas a los cuatro vientos, desciendes corriendo, saltando de roca en roca, y te partes la crisma en un terraplén. Es fantástico cuando te despiertas en el helicóptero de salvamento, y te lo cuentan todo, mientras intentan descongelarte el tobillo con un mechero.

Si logras sobrevivir, al cuarto día, el campo está helado, la comida se ha humedecido, la ropa, llena de manchas, el coche, plagado de hierba y bichos, y los brazos, con miles de picotazos. No duermes y echas en falta el hielo de tu congelador, tu sillón de lectura, y un portátil donde escribir todas estas cosas sin que una ardilla pisotee tu tecleado, enviando a Twitter cadenas de caracteres incomprensibles.

Entonces, la ciudad se convierte en la mejor alternativa para escapar del campo.

 
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