La causa

La esencia del sindicalismo es la cerveza. En ese sentido simpatizo con los sindicatos. Después de diez cervezas, simpatizo todavía más. Y entre las quince y las dieciséis cañas, soy capaz de besar un cartel gigante con el rostro de Cándido Méndez, que es rostro amplio y barbudo. El sindicalismo, visto así, es una oportunidad. Una oportunidad de darse a la bebida un domingo a media mañana sin que nadie se escandalice demasiado. Por eso hay que conservarlo, como bien de protección cultural y nacional. Voto siempre a favor del derecho a la juerga general.

Tradicionalmente, las armas del sindicalista eran las piedras, la silicona, y los neumáticos. Hoy han evolucionado muchísimo, tanto intelectual como moralmente, siendo sus principales armas los neumáticos, la silicona y las piedras. Llegado el momento de la huelga, un mismo sindicalista es capaz de manejar las tres cosas a la vez, con una pericia tal que ya querrían para sí el trabajador de un taller de coches, o el de una cantina. Pericia que sorprende más aún, si consideramos que rara vez se encuentran auténticos trabajadores entre los encargados de clausurar comercios con silicona y romper lunas. Esta tarea suele estar reservada a los liberados que, dedicados a su actividad sindical –pero cobrando de la empresa a la que zancadillean-, se saben de memoria el manual de agitación callejera que todo sindicalista crápula que se precie debe guardar bajo la almohada.

Si la esencia del sindicalismo es la cerveza, su sustancia es la manifestación. No sólo la manifestación etílica, que también se da, sino la manifestación como reunión de gente en un lugar para protestar por algo. Las manifestaciones de los sindicatos están muy bien organizadas. Entre otras cosas porque las organizan personas que se dedican en exclusiva a organizar manifestaciones, un lujo que no pueden permitirse el resto de los colectivos sociales. Además, no se improvisan. Se preparan durante muchos años de reflexión, recogimiento y silencio: tantos como tarda la derecha en llegar al poder.

El canal de comunicación habitual del sindicalista es el grito. He llegado a investigar esta cuestión con un equipo de otorrinolaringólogos, infiltrándome en una manifestación sindical disfrazado de rotonda con fuente. Y puedo confirmar que, en efecto, el estado habitual del sindicalista es el grito cuando se encuentra en grupo. Vociferar es, pues, su única forma de comunicarse. Pero si se disuelven, en cambio, bajan la voz, y algunos hasta se afeitan la barba y se perfuman con colonia cara.

Aunque son divertidas y la cerveza corre a chorro, algo que han perdido las manifestaciones sindicales modernas es la espontaneidad. Ahora se llevan cientos de carteles preparados. Unos tipos con silbatos dirigen todo. Y es casi imposible salirse de la vía con una consigna propia. No es justo. Antiguamente la libertad de griterío estaba garantizada y era posible corear cualquier estupidez, con el debido respeto a las normas del buen sindicalista. Hoy sólo es posible corear las estupideces que previamente prepara la organización, haciendo la manifestación previsible y aburrida.

La figura del sindicalismo que más me apasiona es el piquete. Nada que ver con el poquete, que es poca cosa, ni con el paquete, que es otra cosa. El piquete es una descarga de adrenalina, una explosión de romanticismo sindical. En plena huelga general, el piquete se sitúa de noche en alguna autovía, agazapados como lechuzas en busca de ratones. De pronto, detectan a un caminero que no está holgando y le cortan el paso. Registran su camión, armados con objetos tan convincentes como punzantes, e instan al trabajador a que deponga su actitud de esquirol y renuncie a su libertad, un concepto inexistente en el Diccionario Sindical-Español Español-Sindical. Si el trabajador no se une a la huelga, el piquete lo celebra, saca sus martillos y destroza las lunas de su camión. Todos llevamos dentro un tipo que sería feliz destrozando a machetazos un camión o un autobús. No digan que no. Tal vez, esta es una de las mejores razones para hacerse sindicalista. Por la oportunidad de darse ese placer. Cras, cras, boom, cras. Gratuito, además.

Dos incógnitas se ciernen sobre la vida sindical. La primera, la inexistencia científica de sindicalistas guapas, que podría explicarse por la imposibilidad de estas chicas de dejarse la barba de tres días preceptiva para acudir a las manifestaciones. Y la segunda, aún más enigmática, qué clase de poder persuasivo e hipnotizante ha ejercido sobre UGT en estos años el compañero Méndez, con menos carisma que la correa de transmisión de mi coche, para mantenerse ahí a través del tiempo, de los kilos, de los Rólex, del vino caro, y del marisco, con lo que trabaja ese tren de vida el hígado, cielo santo, que nadie entiende cómo no parte de él mismo la iniciativa de jubilarse, sobre todo sabiendo que no notaría ninguna diferencia.

El sindicalismo se ha vuelto burgués y banal. Que la esencia del sindicalismo es la cerveza ya sólo lo discuten hoy ciertos dirigentes sindicales, que se inclinan más hacia el Cardhu 12 años o el Macallan 1824. Sea como sea, los sindicatos viven ajenos a la sociedad. Para eso han quedado. Para irse de cañas por Madrid, unos, y para beberse hasta el agua de los floreros en restaurantes de lujo, los otros. Siempre, eso sí, por la causa. Que ya veremos cuál es.

Itxu Díaz es periodista y escritor. El 21 de marzo sale a la venta su libro «Yo maté a un gurú de Internet». Sígalo en Twitter en @itxudiaz

 
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