Los cigarrillos y la vida

Los cigarrillos pusieron valor en el pecho del soldado en la trinchera, fueron la cortesía que se tenía incluso con el enemigo, el pretexto para trabar conversación con un desconocido o la ligazón perfecta del romance. Los cigarrillos eran también lo único que tenía quien ya no tenía nada, y la mejor manera de hacer tolerables parásitos constantemente humanos como la soledad, el aburrimiento o el insomnio; en su vertiente más halagüeña, no dejaban de recordar, en cambio, a la tertulia, a la conversación despreocupada, animada, cortés, al flirteo o a las copas. El tabaco tenía una gestualidad hermosa, inteligible. Durante décadas, el tabaco estableció una solidaridad entre fumadores: hoy, con el descrédito del tabaco, esa solidaridad entre fumadores tiene algo de complicidad monstruosa, como si en vez de compartir fumada estuviéramos despiezando juntos un cadáver. Ahora los cigarrillos son anacrónicos como los miriñaques, pero el tabaco no dejaba de hablar de una servidumbre implícita en la naturaleza humana: la carestía esencial, la dependencia permanente, en definitiva, nuestra imperfección. Del siglo XVII en adelante, no se recuerda a un solo escritor inglés que no haya fumado, si bien Keats debió dejar la pipa con la tuberculosis. Alguna relación hay entre las soledades de las letras y del tabaco, al cabo dos placeres conocedores de la angustia y la avidez.  

Fumador durante más de media vida, sin un solo intento de dejarlo, no creo que los efectos colaterales –digamos- positivos del tabaco sirvan siquiera de mínimo contrapeso a un hábito negativo sin matices. Sus placeres son del todo incompatibles, tristemente, con la caja torácica. Por lo demás, hace ya años que es imposible fumar en público sin sentir cierta violencia o cierta vergüenza –la sensación de poder incomodar a alguien, de tener que hacerse perdonar, o simplemente de hacer algo muy mal visto. Aunque uno no se tenga que desempeñar profesionalmente sobre un campo de fútbol, los efectos físicos del tabaco son de una penosidad evidente, y el hecho de que la vida sea más bien anticlimática no implica que uno tenga más ganas de precipitar su acabamiento. Seguramente en el tabaco hay también una lección sobre las desproporciones que gobiernan la existencia: uno puede poner en dejarlo la misma energía que pondría en conquistar el Perú, pero eso no garantiza ningún éxito. Uno supone pacíficamente que, tal vez, el fumar o haber fumado tenga sólo una ventaja: al disponer de un recordatorio permanente de la mortalidad y un sentimiento tan vivo y tan barroco de anonadamiento –de nada pura y ardiente- por la propia culpa y voluntad de uno mismo, es más fácil desarrollar esa tolerancia que nace del realismo melancólico –la suspensión del juicio o al menos una cierta benevolencia a la hora de juzgar. Al fin y al cabo, al envenenarse fumando, uno no hace sino aceptar las fatalidades y los dolores de la vida, presentes in nuce en ese desaliento del tabaco, como una meditación sobre la muerte. Otra desproporción es que hayan tenido que pasar tantos años para que uno tenga el tabaco como una experiencia radical. Es la moraleja de que, aquello a lo que nos entregamos, por lo general nos abandona.

 
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