El club Powell - Un inglés impasible

Anthony Powell dedicó veinticinco años de su vida y un folio en sus memorias a Una danza para la música del tiempo. Fue un novelista dotado de un alto don de ecuanimidad, consciente de que el reproche más común –y más vulgar- a un escritor, al terminar una obra, es que podía haber escrito otra cosa o haber escrito de otro modo. Fue venerado por los mejores –de Kingsley Amis a Philip Larkin- y leído por muy pocos, en significativa coincidencia. Era partidario de la tesis según la cual Inglaterra no había sobrevivido a los siglos por pasión sino por la ligereza incurable de su carácter nacional. Pese a esto, Powell resulta al fin tan poderoso que es irreductible al cliché al que incluso los grandes –Waugh, Chesterton- terminan por ceder. Es un escritor de calidad asombrosa, excelsamente elevado sobre lo que solemos dar por bueno.  

Powell, hombre de excelentes maneras pero amigo del chisme como salsa insustituible de la vida, fue el cronista –en un millón de palabras- de aquella ligereza nacional. En las doce novelas de A Dance, del Londres de entreguerras hasta la contracultura de los sesenta, Powell supera con total 'sprezzatura' cualquier noción de malditismo literario, de desbocamiento del ego, de destemplanza romántica, de énfasis autoexplicativo: es, de alguna manera, la marca de lejanía radical que va del esteticismo a la elegancia. Si Powell narra el mundo de una clase alta inglesa, unida más por la crianza y el carácter que por el dinero, lo que finalmente narra es un mundo con menos moral que educación: las clases altas, por oposición a los esforzados valores burgueses, siempre han generado un limbo de amoralidad o, al menos, sus propios códigos. Este pulimiento de la obra de Powell irritó a algunos: tenía una manera de hacer las cosas sin aparente esfuerzo, con un punto desapegado, tomando siempre la distancia correcta, casi clínica, al contar, asentado sobre las mejores intuiciones en torno a las pasiones humanas y a la vez sin subrayado psicologista alguno, al margen de la magnitud de propósito de acabar una obra monumental en la deshora de un siglo fragmentario. Con sus doce novelas y algunos episodios no muy lucidos en su vida, la impresión es que Powell fue hombre que supo reunir la mezcla extraña de la jovialidad de espíritu y la capacidad de sufrimiento. También huyó de esas galleras del autobombo o de los piques, del hacerse un personaje o de la publicidad personal, del confundir -en definitiva- la literatura con lo literario. Gozosamente, escribía. Como otros, hizo ese recorrido Eton-Oxford que aseguraba un entendimiento absolutamente natural con la gran cultura. 

En sus memorias, trazará de sus amigos –también Connolly o Betjeman- perfiles de una ponderación y generosidad inolvidables. Le gustaban las anécdotas. Si, a partir de un momento, la vida de Waugh conoció un mayor énfasis en las pasiones negativas –el odio a cierta modernidad-, la propia levedad de Powell, a veces similar a la impasibilidad, le mantuvo en una curiosidad literaria constante, capaz lo mismo de hablar el lenguaje de los soldados de la guerra que el de las puestas de largo o las comunas hippies. Se fijó en Proust, en Petronio, en la tradición inglesa, en la nueva novela americana. En alguna conversación con amigos, hemos apuntado que Waugh quizá tiene más verdad o cercanía por tener más drama o más conflicto -nociones por otra parte objetables-: de ahí que Waugh sea más sangrante en la sátira y más punzante en la emotividad. A cambio, Powell marca el camino por el que la comicidad es más elevada como finura, del mismo modo que tendrá más agilidad y menos profundidad sensual que Marcel Proust. Powell posee la maestría de la insinuación, de la oblicuidad, del “understatement”. En parte, eso hizo Inglaterra: T. Dalrymple habla de que el lenguaje indirecto, aliado a la probidad de la acción, era lo mejor de los ingleses. Es esa manera de afirmar “tampoco es que sepa mucho del asunto” cuando en realidad habla un experto.

Se ha denigrado la obra de Powell como culebrón de clase alta, diciendo que a sus personajes -gente excéntrica- jamás se les encontraría en el trance de hacer la compra en el Alcampo. También se ha criticado el eterno retorno de coincidencias, encuentros y reencuentros que estructura su obra magna, en lo que es –a mi entender- un desconocimiento de cómo funcionan los dinamismos de clase. También ha ido en contra de Powell el afán de buscar personas reales tras sus varios cientos de personajes. Todas estas son maneras voluntarias de resistirse al placer, cuando –entre los mismos personajes- no sólo están el narrador Jenkins, ecuánime como Powell, ni Widmerpool, uno de los caracteres más singulares del XX, sino otros menores y absolutamente dignos de memoria como los compositores Moreland y Maclintick, los gurús Trelawney y Scorpio Murtlock, la fatalísima Pamela Flitton o ese chico tan fino, Stringham, que terminó alcohólico sin que se le pierda el cariño. Por supuesto, es Widmerpool el que suscita más debate: pomposo, absorbido en sí mismo, raro, extraño, impredecible, asertivo, descomunalmente ambicioso de poder, grotesco sin bufonería, servil a ratos, conocedor de derrotas y victorias épicas, moralmente autónomo, poco amado pero muy mirado. Cada lector de Powell –me consta- busca un Widmerpool en su entorno, en su propia vida.

Sociabilidad, amor, pasión, ridiculez, valor, melancolía: todo aparece en A Dance con el tacto de finura de Powell, en lo que es la traslación de un mundo real a un mundo ya mítico, ambiguo como la misma vida, narrado con un impar sentido de la escena y de los tiempos y con pasajes de brillantez que vienen a ser las vidrieras de una gran catedral. No otra cosa es  Una danza para la música del tiempo, aunque Powell tuviera la querencia característica de dejarlo más bien disimulado

***.

NOTA: Los diarios de Powell, en cambio, son sólo una recopilación de banalidades –“hoy he hecho curry”-, pasmos por la grandeza de Shakespeare y poco más: pura purgación del escritor. Sus memorias, en cuatro pequeños volúmenes, titulados todos con versos shakesperianos, son sin embargo un gozo: le honra estar en la tradición de los grandes memorialistas y comenzar dando una imagen del cielo el día de su nacimiento. Las novelas de Una danza para la música del tiempo se reparten en cuatro trilogías: primavera, verano, otoño, invierno. Están disponibles en Anagrama. Me dicen que es mala la traducción y yo digo que –al menos- es difícil. El título de la obra proviene del cuadro homónimo y poderosamente alegórico de Poussin, donde no se sabe si las cuatro estaciones o la Fama, la Fortuna y demás compañeros de armas bailan una especie de sardana muy estilizada, tomando y perdiendo sus manos en imagen de los encuentros y desencuentros de la vida, mientras el canoso tiempo pulsa su lira.

 
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