La semana de un joven educado: el viejo comunistón, del Martini al Lexatín y el converso votante del PP

EL VIEJO COMUNISTÓN. Viene de una gira post-veraniega por el Pacto de Varsovia, por aprovechar las ventajas de una jubilación muy filosófica. Todavía se dedica al activismo pero lo hace por honor más que por fe –y el materialismo histórico necesitaba mucha fe. Cita, de cuando en cuando, sus relecturas: marxistas húngaros de los años cincuenta, escolásticos sin Dios, traducidos en Cuba o Argentina, en tomos llenos de humedades, a euro el kilo. Es una ortodoxia ya perdida, que no le ha quitado el sentido del humor, como aquellas elecciones en que fue a la calle Jenner o Zurbano –“zona nacional”- a recontar el voto comunista. No entiende mucho de lo que ha pasado en los últimos veinte años, salvo que la historia le ha pasado por encima como esos niños que deberían pedir justicia y a cambio entran en el Burger King.   BOWLING. Debía de ser la semana saudí o marroquí y por eso aquello tenía el aspecto de una jaima: cojines, mesitas bajas, pebeteros, narguilés y carbon sisha, vasitos de té de los que brillan como oro en la tienda y en casa como hoja de lata. Es el “grand boulevard” del Kinépolis, donde un antropólogo llegado del futuro adivinaría que en España, durante un tiempo, nos nutrimos con una mezcla exacta de wok y de hamburguesas. Mármoles falsos, locales en alquiler, novios que sobreviven como pueden al domingo, adolescentes ya sin paga y un frío de extrarradio hacen la estampa de un hedonismo de medio pelo donde con cinco euros se compra el vale de una hora de felicidad. Nos llevan a la bolera, que allí llaman ‘bowling’ y que en principio no resulta el escenario mejor para un joven ciático y obeso. Gracias a Dios, nos sirven unas rondas de mojitos, la puntería se afina, los bolos ya se caen y nosotros nos retiramos cuando también estamos a punto de caernos. Tarde lejana, con Suetonio en casa, bien cerrada la torre de marfil, conversos ya a la felicidad estándar y peregrinos de amor a donde sea.   MARTINI Y LEXATÍN O EL SENEQUISTA EN LA PISCINA. “Yo he conocido todo el gozo de vivir a bordo de un tren expreso”, escribía Barnabooth o Larbaud: sin afán de encebollarme, yo he conocido todo el malestar de la cultura en la piscina de un gran hotel del tercer mundo. Volvemos de una playa absurda en la que faltan rascacielos y en el lobby nos viene una pía oración por las almas de los señores Ritz y Hilton, benefactores de la peregrina humanidad. La tarde se remansa y hay un tiempo extenso y plano para agitar la bebida, comentar los efectos de la brisa en las palmeras, leer teoría política o meter los pies en el agua como hacen en los ritos new-age. La piscina es un esplendor vegetal y memorable pero algo falla en este idilio, la taquicardia acude con episodios de ansiedad e hiperventilación, tememos una microexplosión en las arterias y es porque todo resulta tan ideal que de algún modo también resulta angustioso. Más allá del hotel tan sólo hay moros, moscas y mezquitas, restaurantes con pinta muy diarreica. El hombre no puede soportar demasiado confort aunque ahí duermen franceses cansadísimos, alguien toma el té, el servicio viste a la indígena y tenemos que pedir martini y lexatín para que el mundo vuelva a la sensatez y el orden y el corazón a las correctas pulsaciones por minuto. Nos falta la adrenalina del trabajo y la consideración del senequista en la piscina es que la paz del bucolismo tiene poco que ver con el turismo, que la vida de hotel es un totalitarismo dulce y que por eso la gente rica se hace casas. Estamos en época de menos patrimonio y solidez y de ahí que gusten más los canales venecianos de Marina d’Or que los canales venecianos de Venecia. El senequista diría que tanta fatalidad ocurre por salir de nuestro barrio.   ROMANCES BURGUESES. Pasó episodios de rebelión adolescente hasta los veinticinco años, pasó por los talleres de literatura, el psicoanálisis tardío, el cero-siete, los círculos de postvanguardia, la escuela de cine alternativo y ese género de cosas por las que no se pasa en balde. Viajó a la India y durante un tiempo teorizó sobre los porros. A punto estuvo de hacerse de las juventudes socialistas, para desesperación de sus padres, con quienes vive todavía en régimen de pensión completa. Ya estaba pensando en empezar a trabajar cuando fue a una fiesta de cumpleaños y allí estaba ella, hospitalaria, bondadosa, prosaica, filial y maternal, destilado esencial de colegio de monjas, pasada ya por varios novios y sin mucha fe en la constancia de los hombres. De algún modo comprendieron que se bastaban y fue un amor como el café instantáneo: ahora van al cine a ver lo que ella dice, frecuentan japoneses e italianos, se regalan jerseys y él empieza a encauzar su vida y ya ha decidido que se casa por la Iglesia y que votará al Partido Popular. Hasta el peor de entre los hombres tiene sus llamadas a la conversión.   REVUELTOS Y TORTILLAS. A los cocineros de aquí alguien debería decirles que el revuelto hay que quitarlo del fuego un minuto y medio antes de lo que pide la recta razón. Por lo general, lo que viene al plato es un escombro de tortilla. De todos modos, estos cocineros son los mismos que dan a la tortilla de patatas una textura similar a una gelatina de cemento. La cocina como arte del punto se tiene o no se tiene, es algo infuso y gratuito, tan intuitivo como el golpe de sal, el chorro de aceite, el tono dorado o la cocción ‘al dente’. Es un conocimiento sensual porque la recta razón –dicho sea con aspiraciones generales- siempre cuaja en exceso la tortilla.   IBERISMO. Banderas, en Cibeles, de España y Portugal: países que se repartieron el mundo en Tordesillas como en una testamentaría. Llegó Cavaco Silva, con aire de tory de la era pre-Cameron. Para Portugal tiene la sustancia de los héroes. Entre los atavismos portugueses está el plantear de cuando en cuando la cuestión del iberismo, con encuestas siempre equívocas. Por aquí nadie sabe bien qué fue Aljubarrota, dónde cae Olivenza, algún dato sobre la Guerra de las Naranjas. El consuelo es que somos importantes para alguien. Ahora Portugal atraviesa la parte baja de su trastorno bipolar y gentes no insensatas piden una restauración en la figura del Duque de Bragança, patriota y caballero y hombre de virtud. Se dice que tendría efectos benéficos en la autoestima siempre herida del país. Para la sucesión ya está el pequeño Afonso de Santa María, príncipe da Beira, también dispuesto a restañar el esplendor de Portugal, dulcísimo occidente de la Europa de los estados-nación y las viejas dinastías.

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