La semana de un conservador: pesadillas en Venecia - privatizar el Retiro - piccolo mondo antico

PRIVATIZAR EL RETIRO. Privatizar las noches del Retiro sería una medida de público contento ahora que se acerca la campaña electoral. En parte, sería también una manera de poner a raya a los ciclistas. En el Retiro ya se instalan barracas para la feria del libro en perjuicio de la perspectiva del paseo de coches, coronada a lo lejos por la copa de un pino y los muslos de un fauno. Organizar fiestas no sería un escándalo ahora que se aprovechan incluso las viejas catedrales, las viejas estaciones y las plazas de toros en desuso. En el Retiro, el alcalde acaba de cerrar la Rosaleda para poner fin a tantos paseos de seducción. Es muy de temer que cualquier día nos prohíba a las turistas.

Privatizar las noches del Retiro, en cambio, implicaría fiestas de pura gloria, revivir como antorcha nocturna el palacio de Cristal, colmar de insinuación el palacio de Velázquez hasta que llegue –estampa de romance- el alba indecorosa. El Retiro pone ya su arquitectura de topiarios de fantasía, de ruinas falsas, de aligustres: pongamos nosotros las terrazas, las pistas de baile, las mujeres que fuman. Todo podría alquilarse a embajadores sin jardín para que fluya el pink-gin en libertad. Habría bandas músicas, restaurantes de diseño y también merenderos de sardinas. Se admiten libertinos y familias. Sería el mar en Madrid, la luna espléndida en el cielo y unos años de esplendor sobre la hierba. Subiría la tasa de fecundidad, seguramente.

PESADILLAS EN VENECIA. ¿Quién trajo a Venecia el camión de la basura? Por el puente de Rialto, ya no se puede ir con traje blanco cruzado sin mover a risa y unos escolares alemanes le roban al elegante la pochette. En el Hotel des Bains, hay un congreso de iglesias evangélicas, docenas de americanos que celebran sus bodas de plata, un monitor de aerobic que –es la costumbre- no para de ligar. El dressing code impone el chándal para el día, de noche las bermudas. En pleno desayuno, Tadzio eructa y esto parece afectar a Thomas Mann. El barón Corvo, viejo hippie, pide limosna junto a un perro y Jean Lorrain se decide por el menú vegetariano. Marcel Proust se volvió a casa, Paul Morand reconstruye el pasado nunca visto, un tal Fortuny vendió a Zara su tienda de tejidos.

Byron el cojo se entrena para la paraolimpiada. A Goethe, borracho de éter, lo acerca al hotel un gondolero que no olvida robarle la cartera. Matvjéjevitch concede una entrevista a un periódico de izquierdas: ‘¿Ha muerto Venecia?’ Todo es un poco duro para quien pasó la adolescencia entre sonetos de von Platen y quería irse a vivir a un Canaletto sin saber que hay que conformarse con la Venecia de Hombres G. En San Marcos, arrodillado, me encuentro a mi asistenta con su novio marroquí: me invitan a cenar a su hotel de cinco estrellas.“La langosta es excelente”. Hay cosas que no cambian, como la happy hour de bellinis en Starbucks o la bella luna de neón. En este tiempo revuelto Oscar Wilde se muda a Sanchinarro. Non nobis, Domine, non nobis…

LO QUE VA DE AYER A HOY. Venecia era para los poetas y París para los adúlteros. Las dudas arquitectónicas se resolvían con cariátides. Los galeristas engañaban pero bastante menos. Las niñas aprendían piano, el niño bachiller iba para ingeniero, tu padre era tu padre y no tu amigo. Las mujeres llevaban guantes y aún quería decir algo la lana cachemir. Nadie ponía a las empresas nombres en falso latín. El peluquero no tenía vocación iconoclasta, se desconocían las aplicaciones culinarias de las micro-ondas, el caldo de la abuela lo hacía la abuela. Un militar era un señor que montaba a caballo, no un experto en geoestrategia.

La confesión no consistía en proponerse, comunitariamente, ser más buenos. Los embajadores regalaban plata y no pins. Los bancos, Dios mío, tenían mostradores de caoba. Ser culto no era un deshonor, un hombro desnudo tenía su significado, Hamlet estaba ambientado en Dinamarca y Ofelia no era una mulata del Brasil. La gente sabía que no era inmortal y, de algún modo, esto les llevaba a comportarse. En los hoteles acogían a mi perro. Nos besábamos en las esquinas y no en la plaza mayor; tampoco la perfumería era una ofensa. No voceábamos por el móvil. No se habían inventado los vasos de plástico ni la indigestión a domicilio ni el calimocho tibio ni el amor por internet. El impulso natural era apartar a los niños de alguien como Ronald MacDonald. Los cocineros solían estarse en la cocina. Había mozos de almacén, aprendices; se recibían cartas, se usaba la pluma sin intención de emular a Marcel Proust. Nadie rellenaba las botellas de agua mineral. Se merendaba con vinos generosos porque –ya lo siento- algo tenían que beber las mujeres de la casa.

Uno podía fumar sin considerarse un delincuente, el chocolate no se extendía sobre la piel; la gente, oh gozo, bebía y bebía. La langosta era cara y a nadie se le ocurría hacer pasar la berenjena por caviar. Se cuidaba la repostería, los domingos, cuando los domingos aún eran domingos. Con suerte, un tío abuelo millonario pagaba el viaje a Italia. Los escritores escribían para la gloria y no para el premio Ciudad de Móstoles. Las iglesias no parecían naves industriales de despiece. Uno podía morir con dignidad en el avión, en una catástrofe, sin someterse a la vejación de la clase turista. La gente que quería soñar empezaba por leer. A los niños se les adiestraba en el manejo de la pala de pescado.

La vida social no consistía en beber sangría caliente, ni la vida intelectual en un cinefórum de izquierdas. Glorias de la patria, a los poetas se les dedicaban bustos y no un nuevo tramo de circunvalación. Ser cicloturista no atribuía prestigio social. Los gitanos robaban, por supuesto, y nadie decía que eran de etnia romaní. Viña Bosconia era un gran vino, en los restaurantes no faltaban los riñones al Jerez. No hacía falta decir que España era un gran país aunque se insistía en que Madrid era un desastre. De este ‘piccolo mondo antico’ aún podía surgir un Paul Morand.

 
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