La copa imposible

Una ocasión especial. Única. Un hotel de lujo en la costa italiana. Noche calurosa de verano. Cena servida sobre el césped de un gran jardín. Bajo un cielo azul oscuro plagado las estrellas. Al fondo, un lago. Música étnica de fondo. Antorchas de las que brotan lenguas de fuego por todas partes. Decoración oriental. Pequeñas esculturas. Bancos de diseño de madera oscura. Lo que se lleva ahora, dicen. Inciensos rarísimos. Los camareros sirven con gran estilo. Todo va despacio. La comida, exquisita. Elegante y moderna, pero sin caer en cursilerías. Tal vez porque no cabe ni una más en todo la zona. El vino, de oro, mágico regalo. El postre, un festival de frutas exóticas y salsas dulces. Una velada para no olvidar. Salvo por la cuenta. Sablazo de órdago de esos que te despiertan del sueño y te convencen de que es mejor no volver a repetir jamás. Aunque la ocasión sea única. Pero pagas y te quedas así, oteando. Silban los matorrales. Del lago, que es de agua salada, llega una brisa marina, húmeda y densa. Las antorchas siguen iluminando la madrugada. Calurosa madrugada. La ocasión sigue siendo única. Así que decides llamar al camarero y tirar la casa por la ventana. Venga. Que la ocasión lo merece.

“Joven, ¿sería posible tomar una copa en el jardín del restaurante, junto al lago?”, dices en italiano. Es decir, “Ragazzo…. Ejem… mi porta un copazo in giardino?”. Se lo imaginan. El camarero, joven, delgado, e impecablemente vestido de traje blanco. Pelo moreno y estatura media. Poco más de veinte años. “¿Cómo dice?”, pregunta en castellano. “Que si podríamos tomar una copa en el jardín”, repito en la lengua de Cervantes, que no en la de Montilla. “Por supuesto. Siéntense en cualquier banco, junto a la antorcha que más les guste. Yo mismo se la llevo. ¿Qué desean?”. “Me gustaría beber un ron con Coca Cola, ¿es posible?”. “Lo que desee, ¿algún ron en especial?”.

Nos adentramos en el jardín en busca de una tumbona discreta, con vistas al universo infinito, y al lago. La verdad es que las medusas gigantes que flotan en la superficie no parecen de diseño. Contemplamos el paisaje. Todo negro, teñido a ratos por los fogonazos de las velas y adornado con estrellas fugaces que surcan el cielo en cualquier dirección. Al otro lado del seto, el restaurante hierve en hora punta, pero no pierde la calma. Una cena de lujo es una cena tranquila, dicen los dueños. Y en parte, estoy de acuerdo. Veinte minutos después, llega el camarero. Cara de circunstancias. Bandeja en mano y equilibrios imposibles para atravesar el jardín a oscuras sin meter el pie en los agujeros del césped. Sonrisa forzada. Saluda y descarga la mercancía. Pone sobre la mesa un vaso de tubo sin hielo, con una rodajita de limón, y lo llena hasta el borde de Coca Cola. “Una noche estupenda”, comenta para hacer más llevadero el proceso. Lo observo sorprendido. El tubo, lleno de Coca Cola. Me pregunto dónde meterá ahora el ron. Entonces baja de la bandeja a la mesa un vasito de chupito lleno de ron. Y se marcha tan contento. No reacciono.

Al instante, miro el chupito con sorpresa y llamo al camarero. “Disculpe. Lo quería juntito. Ron y Coca Cola como un todo. ¿Sabe? Combinado. Como un cóctel. ¿Comprende usted?”. Pero no comprende. Agarro el chupito, hago el gesto de echarlo sobre la Coca Cola y remuevo el dedo índice al aire delante de sus narices. Entonces sonríe. Ha entendido. Pero arruga la nariz como si la mezcla, además de extraña, exótica y desconocida, le diera un poco de asco. Me mira y me hace con el pulgar y la mano abierta el gesto de los Sanfermines para que beba más Coca Cola. Sonriente. Feliz de haberme comprendido. Bebo un sorbo gigante de de Coca Cola. Me lloran los ojos como en un McDonalds. El tipo me arrebata el chupito de las manos y lo vacía dentro del vaso de Coca Cola en un gesto veloz. “Ya está, ¿ve?”, exclama satisfecho. Y se larga tan tranquilo.

Desespero. Bebo un poco. Lloro. Está caliente. Falta el hielo. Verano en Italia. Calor de muerte. El hielo. Media hora y aún construyendo copa. Mucho lujo y mucho diseño, pero no hay manera. Lo llamo de nuevo. “¿Sería tan amable de traerme un vaso con hielo, por favor?”, pero en mi italiano. Es decir: “Mi porta un vaso o unas pezzi de hielo… per favor…”. “…que ya me está usted cominciando a toccare il mio naso”, matizo por la bajo. Tarda un rato. Vuelve con un cuenquito con hielo. Me observa con atención e intriga, como una atracción de feria. Me fabrico el cubata frente a sus narices. Hielo, Coca Cola y ron. Como en cualquier plaza en día de botellón. Lo mezclo delante de él. Sigue mirando. No sale de su asombro. Y pienso: veinte años, italiano. Camarero en un hotel de lujo. Y no ha visto una copa de ron con Coca Cola en su vida. Tampoco ha hecho muchos esfuerzos para entenderme. Da igual. En caja son treinta euros. Por dos, sesenta. Más la cena. Una noche única. Y última. Las antorchas ahora parecen las de Indiana Jones. Y el césped se ha vuelto oscuro, como lleno de sanguijuelas. Hasta me ha parecido ver la sombra del monstruo asomando en la parte sur del lago. Nos vamos de allí con cara de bobos. “En fin, algo tendría que añorar de España”, comento para mí. Las medusas lo han visto todo desde el lago. “Otro imbécil que ha picado”, comentan. Se les ven los dientecillos en la oscuridad de la noche. Se parten de risa.

 
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