La corbata y la piedad – una legión de moralistas - galletas castellanas, galletas catalanas

Hay quien nunca dará bien con una corbata y quien nunca dará bien con un casco de minero, del mismo modo que en el vitolario se recomienda el mejor puro para cada complexión. Los estándares del pecado original no ahorran, en la vida, contradicción y crueldad: alguien se pone una corbata y parece un patricio y otro se pone una corbata y de inmediato toma la apariencia servil de vendedor de El Corte Inglés. Existen también vocaciones arrasadas por un acné tardío o un culo muy gordo, e igualmente hay personas con manos hechas para el arpa que después tienen el alma de los bárbaros. Con la fisonomía no se sabe nunca. Tampoco se sabe si es prudente parecerse a lo que uno es. “Priez Dieu”, pedid a Dios que a todos nos absuelva, porque sólo una mirada de piedad nos sostiene a los unos con los otros.   “El arte de ponerse la corbata es para los hombres de mundo lo que el arte de dar comidas para los hombres de Estado”, dijo el barón de l’Empesè, dos siglos antes de que los hombres de mundo se compraran las zapatillas en el aeropuerto de Abu-Dhabi y los hombres de Estado practicaran el rafting en familia. En el futuro todos llevaremos chaquetas de spandex y el debate de la corbata será del temario de la antropología. Ya cualquiera se ha tatuado un dragón con alas o una bailarina o da una interpretación sentimental al pendiente del ombligo. Desde luego, no es lo mismo que tengan el arbitrio de la elegancia los príncipes de Gales o que lo tenga un futbolista de suburbio. Gracias a Dios, aún hay hombres con pochette que se acodan en la barra de los bares con gesto antiguo y digno y practican el deporte de ir en taxi y no consideran a una mujer equivalente a una cabeza de ganado. El código del caballero era un código de honor. No lo tomen a mal, pero ¿qué se puede esperar de quien viste siempre chaquetas de cuero negro? Necesitamos una legión de moralistas.   En el vestido, lo deseable es volver a la sabiduría del convencionalismo después de algún periodo juvenil de fatuidad. Acertadamente rigen cánones de corrección, de transigencia. El entendimiento clásico de la elegancia estaba, quizá, en esa tirantez entre la convención y la audacia. Los márgenes de la excentricidad eran tan sutiles que de los lunares de la corbata se podía colacionar la anatomía política y moral. Un buen sastre se destacaba entre sastres que eran medianías. Desde el triunfo de las revistas femeninas y el prêt-à-porter universal, hemos perdido mucho en sutileza. Es curioso: desaparece el gentleman y luego pierde sentido ser un dandy. Probemos hoy a pasearnos con guantes amarillos.   Existen movimientos primarios de reconocimiento y pertenencia, como dos tipos en chándal que se miran al acudir al fondo sur del Bernabéu o dos ejecutivos que se juzgan a la entrada de Jockey, en un movimiento que va de la envidia a la autoestima en un nanosegundo. Según Tom Wolfe, el vestido es una fatalidad, como lo es la noción de status: usted, por ejemplo, es banquero suizo y por eso lleva corbatas sobrias; usted es conductor de autobús y por eso lleva corbatas de poliéster; usted, en fin, es profesor de filosofía y por eso procura dar el aire de intelectual a la francesa. También lo dijo el Barón de l’Empesè, en la edad de la sutileza: “compárense las corbatas de un historiador y un novelista, y se hallará una notable diferencia entre el estilo romántico y el clásico”. Esos eran otros tiempos. Al margen de los logros de la casa Charvet, la mejor razón para no abandonar la corbata es que ese es un camino sin retorno.   Galletas castellanas, galletas catalanas. Hay en España dos grandes escuelas, dos grandes academias de la fabricación de galletas: la castellana y la catalana. Me refiero a las galletas de desayuno que se le dan a los niños o que aparecen de cuando en cuando por la casa. La galleta castellana es de origen palentino, del norte de Castilla abundante en cereal. Uno siempre apoyará cualquier cosa de origen palentino –la cecina de caballo, por ejemplo, o el románico-, pero encuentro mejores las galletas catalanas, con énfasis en las galletas Birba, del pueblo gerundense de Camprodón. En Madrid tienen sus entusiastas participantes del secreto. Se trata de galletas muy serias, muy honestas, perfectamente sustanciosas y compactas, ajenas –como debe ser- al empalago. A media mañana dan optimismo al ánimo caído. La caja metálica que guarda el tesoro pasajero de las galletas es una opción de regalo si alguien, amablemente, nos invita a su casa a merendar, como se hacía en el siglo XX.

 
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