La cuestión de la obesidad - los socialistas y la comida - menos latín y más gimnasia

Aún podríamos considerar la obesidad como enfermedad física pero es harta exageración apreciar ahí la enfermedad moral. Precisamente esto implica una moralidad de brocha gorda, inhábil para entender las formas sanas y horacianas y la rosez de piel que dejan los chocolates del trópico, el vino de aquí y de allá, los platos memorables de las fiestas en familia o el champán con los amigos, tan grato en el verano. También hay obesidades por vocación, gordos constitutivos, gente con volumen ancho y especial que ve toda la desolación del pan sin sal, de la lechuga iceberg, de las acelgas hervidas, como un bodegón de la desgana y la tristeza. Son los tipos que siempre encuentran las sillas algo estrechas y -a cambio- miran al mundo con capacidad de comprensión, con esa humildad que da saber que la carne es débil y que somos naturaleza caída y un poco de barro abotargado. Las teorías fisiognómicas y humorales acerca de los gordos tienen más verdad y más poesía que la retórica happy de algunos nuevos cocineros. No es casualidad que haya ya más restaurantes de diseño que restaurantes de placer. Por otra parte, incluso los gordos tienen -tenemos- nuestro público. Ser un poco gordo no es más culpable que ser un poco calvo o tener los ojos ligeramente marrones.   Ese espectro vagaroso y triste que ejerce de ministra de Sanidad nos quiere modelar según su pálida belleza 'alte-meister'. La belleza no es un 'sin porqué' sino un 'porque sí' pero ver ahí un reflejo moral es más propio del 'vert paradis des amours enfantines', del absolutismo romántico de la adolescencia que se resuelve en decepciones. Hoy ya ni siquiera a la mesa de los restaurantes nos podemos olvidar de este gobierno tan bolivariano, que cualquier noche mandará a sus funcionarios a olernos el vino, a inspeccionarnos la comida y a quitarnos puntos de civismo a la hora del soufflé. Olvídense del espacio de sabiduría y diálogo filosófico que representa el brandy con el puro. Ciertamente, en los regímenes de izquierda son todos muy delgados, a consecuencia del puñadito de frijoles. También se le llama raquitismo. La ministra de Sanidad, por ejemplo, pide sin saberlo la obra de misericordia del menú veraniego del dueño de 'Asturianos': fabada de primero y entrañable morcillo de segundo -y mientras tanto, a trabajar. Comer mal hace infeliz por más que no todo el mundo tenga la sensibilidad para apreciarlo. Por lo demás, cuántas ideas triunfales han surgido para las empresas después del segundo pacharán.   Ni Salomón en su gloria se hubiera llevado quince cocineros a palacio ni el Sha de Persia utilizaba tanto servicio en aquellos festines que por poco acaban con las reservas de trufas y caviar. Con quince personas de cocina hay espacio para un vicesumiller de vinos dulces: magno exceso cuando la familia Zapatero se sentará a comer en chándal, con los amigos de León. El único tabú es el vino de la Ribera del Duero, castellano y aznarista. El socialismo español descubrió en los ochenta la lubina y ahí siguen, como en aquellas ocasiones de tanto fasto en que iban Sena arriba y Sena abajo con el bateau mouche en alquiler y circulaban copiosas bandejas de langostinos de Sanlúcar. Esto lo pagamos usted y yo, al igual que la gran maîtrise de Moratinos con el vino de Burdeos. El socialismo siempre se predica para los demás. A no tardar un liberal se quemará a lo bonzo a las puertas de Hacienda.   Ahora mismo el Gobierno se plantea meterse en nuestras casas para inquirir qué pone usted en el plato de su hijo. Magnífica eugenesia que quiere terminar con los niños gordos -tan graciosos- y con esa constante que es la golosinería infantil -la capacidad de comerlo todo de un golpe de vista. A cambio, en las familias estaba el debate de acabarse la sopa o quedarse sin el postre. Esto podía llegar a tener calidad de drama. Decir que un niño gordo ha de ser en el futuro un hombre infeliz es una majadería usual en el culto socialismo que pedía menos latín y más gimnasia. Siempre hay que detenerse en la intención: hablan de paz y dan vivas a Teherán; hablan de laicismo y querrían arrasar un par de templos; hablan de educación sexual en los institutos y al final terminarán en la sodomización coactiva. Parece que se trata de elegir pero en realidad se trata de todo lo contrario. Ahí están las seducciones del liberticidio frente a los ritmos y las convenciones de una sociedad que hace lo que le da la gana, a veces con gran sabiduría. Ahora corro a comprar kilos y kilos de profiteroles y macarons para repartirlos entre mis sobrinos: a ver si salen con las nobles hechuras de Orson Welles y no se vuelven macrobióticos, vegetarianos, bárbaros, necios, socialistas de diseño post-contemporáneo.

 
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