La curiosa relación de los vinos con la eternidad y con la muerte

Existe un librito muy gracioso de un antiguo cura párroco de Vosne-Romanée, en el que se recopilan las homilías predicadas a los piadosos hombres de campo de la Borgoña con ocasión de la fiesta de San Vicente, patrón de los vinateros. Es una hermosa página de la Francia católica y paisana, como surgida de un verso de Francis Jammes, y uno casi puede ver ese paisaje de civilización que es un campanario o una espadaña detrás de los viñedos. En tiempos de incertidumbre por el futuro del viñedo, el señor cura quiso reconciliar a los buenos campesinos con el amor de la Providencia, utilizando para ello un silogismo de perfecta lógica eclesial: la Iglesia necesita vino para celebrar la Misa, la Iglesia es eterna, ergo el oficio de viticultor durará hasta el final de los tiempos.

Al hablar del vino y la eternidad y la muerte, hay que recurrir asimismo al conde Alexandre de Lur-Saluces, vástago de la familia propietaria del Château d’Yquem, y hoy con un puesto ceremonial en una bodega que no es lo que era tras su venta. En “La morale d’Yquem”, Lur-Saluces traza la analogía entre la resurrección y la podredumbre noble de la botrytis cinerea: la uva muere por el hongo para sólo entonces dar su mejor zumo, del mismo modo que el Cristo murió y resucitó para salvar a los hombres. Ciertamente, los franceses no destacan por su continencia retórica.

Uno ha recordado estos testimonios al pensar en los vinos que ha tomado de vinateros ya muertos: muchos rieslings de Breuer, por ejemplo, y también vinos muy queridos del corazón como los Loiras de Didier Dagueneau, tipo al parecer arisco y orgulloso hasta lo insultante, melenudo y admirador del Che Guevara, pero gran viticultor con sus Silex y su Pur Sang: si el vino alegra el corazón del hombre, el sauvignon blanc del Loira le hace dar volteretas de gozo. Dagueneau murió hace un par de años, cuando estaba interesado en relanzar los vinos del Jurançon, a mi entender los vinos más secretos de la dulce Francia. ¿Fue Dagueneau mala persona y buen vinatero? ¿El alto y noble afán del vino, pese a todo, podía mantenerse en manos de un motero como él? Bueno, Van Gogh fue un gran pintor pero seguramente sería un pésimo vecino. David Brooks afirma que la vida tiende a premiar el comportamiento marginalmente irresponsable: un honesto filólogo puede pasar la vida estudiando viejos grimorios sin un solo pensamiento sublime, mientras que un sucio borracho puede cambiar el signo de la poesía occidental.

También días atrás tomamos otra obra última, en esta ocasión un Clos de Vougeot –nombre estelar de la Borgoña- de René Engel. Era un 2004 y el propio Engel fue vendimiado al paraíso antes de elaborar el vino de 2005; hijo de una familia de tradición vinatera, al morir, la propiedad cambió de manos. El 2004 tiene mala fama en tintos –no así en blancos- en la Borgoña, y es conocido como “el año de las mariquitas”, por las plagas en algunos viñedos. Con todo, Engel tenía las mejores viñas en el clos, por contraste, por ejemplo, con la peor suerte de la omnipotente madame Leroy, a quien le tocó una parte mala del clos, dicho sea con un grano de sal al hablar de Vougeot y la Chanel de la Borgoña. Fue algo triste cogitar estas cosas al beber un vino que había transformado el tradicional beso de la pinot noir en el beso helado de la muerte.

También hay vinos que se extinguen por otros motivos, y aquí hay que traer a colación un vino que uno ha tomado pero que difícilmente volverá a tomar: el Bollinger Viejas Viñas Francesas, que sin duda está en el podio eterno de los champanes que han sido, son y serán, y que a buen seguro se escancia interminablemente en el Paraíso (por eso aquí hay tan poco, quizá). Sin duda, en la casa Bollinger han aprovechado la circunstancia y por eso este champán ha venido vendiéndose con la oscilación de precios que hay en la liga de campeones de los vinos: cualquier cosa entre cuatrocientos cincuenta y novecientos euros, conforme el sitio, la añada y la suerte. Pero eso ha sido hasta ahora, y hay que pensar que el Bollinger de pie franco decuplicará sus precios y pasará a costar mucho más que el salario mínimo interprofesional que hasta ahora venía costando, pues hace muy pocos años que el viñedo, simplemente, ardió en dos tercios de su extensión. De modo que ya es otro vino no inalcanzable, sino casi inexistente, y pensar en ello nos llena de entretenidas melancolías.

Los vinos, la muerte. Hace años, uno también tuvo oportunidad de probar una botella de Clos Ste. Hune, que además de tener una de las etiquetas más bonitas posibles –por cierto, ¿es un campanario lo que domina el viñedo?- es, tout simplement, el más grande de los grandes rieslings. Ahora, pese a ser un vino seco, se beben las añadas de los últimos setenta y los primeros ochenta: curiosamente, recuerdo que pagamos por él una cantidad irrisoria, cuando ayer mismo lo vi en la carta de Aldaba a cuatrocientos euros, si no recuerdo mal. En fin, del Clos Ste. Hune se ha dicho que es un vino tan longevo que es capaz de alcanzar la inmortalidad: algo llamativo, pero quizá no casual, cuando el viñedo está plantado sobre un antiguo cementerio. Lo cual nos daría pie a hablar de “fêtes macabres” y muchas otras cuestiones irrelevantes, pero ya se va haciendo tarde y lo que a uno le apetece es bajar, precisamente, a esa parte de la bodega que en la Rioja también llaman cementerio, y quitar las telas de araña de alguna botella que dormía en la esperanza de la resurrección.

 
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