La dignidad de toda carne – La belleza según Rembrandt – La mirada holandesa

Si la pintura holandesa se ha mantenido en el aprecio público con la solidez de una tradición imperturbable, no deja de llamar la atención el impulso que está conociendo su nueva puesta en valor como ideal estético. A la reciente exposición celebrada en el Museo del Prado hay que añadir el hondo movimiento que están generando los escritos de los ensayistas de esa ‘otra Europa’ de la que hablaba el premio Nobel Czeslaw Milosz.

Llegados del este europeo como ‘bárbaros al jardín’, Zbigniew Herbert y Adam Zagajewski, por ejemplo, han sido saludados por las mejores revistas culturales de occidente –New York Review of Books incluida- como el descubrimiento de una sensibilidad, y han escrito precisamente sobre pintura holandesa con el mismo afán con que ha escrito sobre parejos temas nuestro eminente Jiménez Lozano. Y Timothy Brook, a propósito del sombrero de Vermeer, da conferencias aquí y allá sobre ‘el amanecer del mundo global’ que significa la Holanda del siglo XVII, mezcla de comercio, libertad individual, cooperación social, celo nacional y gusto por lo exótico que sería aportación fundamental a la conciencia de Europa. En esa Holanda que construye, además, el canon moderno de la domesticidad, según definió en sus estudios Witold Rybczynski –también de ascendencia polaca- es donde aparece Rembrandt como el arte mayor de la mirada holandesa hacia los rostros y las cosas.

En el prólogo a uno sus estudios sobre Rembrandt, Kenneth Clark da fe de un hecho sorprendente: no hace falta tener un entusiasmo particular por la pintura para tener un entusiasmo particular por Rembrandt o incluso por algún Rembrandt en concreto. El mismo Clark explicará que, en realidad, cualquiera puede buscarse algún pintor al que admirar más que a Rembrandt pero que difícilmente encontraremos a uno tan capaz de convocarnos a la simpatía humana, tan capaz de abrirnos con toda rectitud el corazón en sus volubilidades y permanencias. Al reemplazar la belleza física por la expresión moral, Rembrandt –escribe George Eliot- nos hace amar aquella otra belleza que no reside en el secreto de las proporciones sino en el secreto de su reverberación personalísima. Es así que Rembrandt parece tener la misma aceptación, la misma voluntad de inocencia en el dolor y la alegría, sin asustarse de la debilidad constitutiva de los hombres. Si en ocasiones se ha escrito que Rembrandt sobrellevó como pintor muchas más angustias que el resto de los pintores, habrá que agradecerle su aproximación modesta, su nula propensión al ‘pathos’, el fondo de miramiento respetuoso con que se acerca a lo humano. En Rembrandt hay pudor y hay veladura donde quizá esperaríamos las trampas y las solemnidades del Barroco, con una concreción plástica que conoce gradaciones de sombra y de luz, de modo no muy distinto a como el espíritu vive o segrega la afección. Rembrandt halla el filón de su verdad en esa realidad de diálogo humano de indefensión y dignidad. Es un universal: quizá Rembrandt nos gusta porque de alguna manera ‘somos Rembrandts’.

Lo más cierto es que Rembrandt es testimonio acabado de tantas contingencias de la suerte y la desgracia, del amor y la ruina, del hombre que se mirará a sí mismo en los vaivenes de ánimo y desánimo, siempre con el don de un talante hondamente compasivo que se proyecta en el cuadro como sinceridad. Casi pueden agradecerse como lección esa sobriedad, esa contención, ese último humorismo agazapado en tantos Rembrandts, a modo de gesto maestro y don de la gracia, de la mirada que acumula tanto conocimiento sobre los movimientos del alma. Goethe diría de él que es un pensador. He ahí que la generosidad de Rembrandt es participarnos de esa sabiduría: será difícil contemplar sus autorretratos, por ejemplo, y no pensar que en su propia definición hay algo que nos define a nosotros mismos, pequeños o grandes pero en todo caso dignos. Sí, hay una dignidad incluso en la carne cansada, envejecida, manoseada, erosionada por el tiempo: es, quizá, el sometimiento a la fatalidad del tiempo lo que nos aporta esa dignidad. ‘Sus figuras nos aparecen conmovidas por una profunda vida urdida con los hilos lentamente extendidos del destino’: ese busto animado no será una figuración sino una persona con toda su interioridad en estado vibrante.

Ningún pintor se ha retratado tanto como Rembrandt; a ningún pintor le podemos agradecer tanto la dación de una intimidad que se nos muestra, al mismo tiempo, con misterio y sin ocultación. Vamos pasando los ojos por su juventud y su vejez, por su triunfo y su caída. Vemos al pintor con conciencia de su arte, vemos al burgués con los bolsillos llenos, al hombre con pomposidad de nouveau riche que compone el gesto y se mejora en el posado, que gusta de disfrazarse a la oriental. Vemos al Rembrandt que pinta la fealdad real, no la grotesca, una fealdad depurada hasta ser belleza precisamente por ser verdad, aun cuando dé de cuando en cuando en la melancolía de la carcajada barroca. Vemos la avidez de la juventud, la ancianidad como aceptación: tanta gestualidad humana que él estudiará primero en sí mismo, que pasará al lienzo en los retratos por encargo o a sus escenas de multitudes bíblicas tras haber estado por la mañana en el mercado. Esa sinceridad de Rembrandt no tendrá miedo a la huella de dolor que muestran tantas historias legibles en un rostro: si todo autorretrato es en principio una perplejidad, una pregunta, aquí sólo queda ya conformidad ante el estrago. Ya en las primeras críticas, en vida del pintor, Constantin Huyghens nos lo muestra como experto en plasmar la vivacidad de los afectos. Rembrandt conoció todos los trucos del retrato pero su fisiognómica profundamente humana siempre superará la cocina del efecto. Si hay una continuidad espiritual irrevocable entre Tiziano, Velázquez y Rembrandt, cabe decir que, lo que Rembrandt pierde en gravedad, lo gana en significación o en hondura carnal.

Y Rembrandt también supo de esas otras adherencias humanas del amor, de una cierta dependencia de lo femenino que nos lo muestra en estado de dulce debilidad: enamorado de la hija de un rico marchante, pocos amores habrán quedado más fijos que el de Rembrandt por Saskia. La Saskia de Rembrandt está pintada con un amor tan real y tan respetuoso, de profundidad tan risueña que nadie ha dado importancia a la pregunta de si Saskia era guapa o era fea. Hay ahí una ternura casi indecible, una colaboración perfecta entre el Rembrandt que insiste en pintar a su mujer en representación de Flora o Betsabé y la mujer que transige y lo permite. Saskia sobrevivió a diversas plagas de peste pero finalmente moriría, demasiado joven. Rembrandt pasó por el peor abandono pero su pintura sería por unos años excepcionalmente amable, como si de las raíces del dolor hubiese llegado a la alegría. Atípico hasta un grado de herejía –de herejía sin énfasis, sin sobreactuación-, Rembrandt se retrataría a modo de hijo pródigo en plena francachela, con Saskia sobre sus rodillas, como una prostituta, mientras él apura literalmente la copa del pecado. Un pavo real contempla la escena como si quisiera atestiguar el fin de las vanidades humanas, en lo que no sabemos si es retrato o cuadro histórico o fábula moral. La dulce Saskia siempre será recordada, con sus sombreros de flores, en sus días de alegría, o en su desnudo trémulo de Betsabé. Al cabo de los años, un Rembrandt ya pobre volverá contento a casa tras haber vendido un cuadro, sólo para encontrar a Hendrickje, su segunda mujer, muerta sobre el suelo. El tiempo también le quitaría a su hijo Titus, tan presente aquí y allá en la obra de un Rembrandt siempre doméstico, capaz como ninguno de hacer de una escalera un misterio o una invitación, de darnos esa luz imprecisa y humana de la pintura de interior.  

Más allá del carácter y del genio, tantos motivos que tuvo Rembrandt para la rebeldía o la herejía seguirán sin embargo la pauta de una inocencia radical: Ganímedes no será un efebo de belleza sino un niño meón; en una escena evangélica aparecerá, en una esquina, un perro defecando acuclillado; cuando, en épocas de prosperidad, Rembrandt se retrata vestido con los ropajes más bizarros, su espíritu no parece muy distinto al de la niña que se prueba el pintalabios de la madre. De alguna manera, Rembrandt se conoce y se teme pero se perdona. Incluso cuando sea crudo –y pinta un buey deshollado- no será grotesco: la pureza y la verdad de Rembrandt se alimentan y se justifican por su falta de subrayado; su teatro ocurre en el interior; la angustia, que suele desembocar en expresión y contorsión, en Rembrandt aparecerá dulcificada, entre visillos, con el temple de la distancia, como el gran pintor antipatético que es. Rembrandt no necesita fantasmas ni obsesiones: parece bastarle con el tiempo que frustra la legitimación de nuestro anhelo y al que sólo se le puede oponer la sonrisa cándida de Saskia o el sustento de un mensaje evangélico.

Quizá no podía ser de otra manera: al fin y al cabo, Rembrandt viene de una tradición, la de la pintura holandesa, que privilegia una naturalidad sin exageraciones ni idealismos. Rafael, para sus figuras, abstrae rasgos de aquí y de allá; Rembrandt casi siempre preferirá, como hemos visto, que pose su mujer. En Rembrandt apreciamos de modo eminente esa mirada holandesa –y no es menor señalar que es el país que inventó la ciencia óptica- que pone en valor las verdades de la calidez doméstica, de los gestos y alegrías de cada día, de una intimidad tan humana como elevada, siempre con una narratividad interna que nos cuenta alguna historia en el tiempo detenido de un cuadro. Las transiciones de color de Rembrandt, las matizaciones de oscuridad y de luz, vienen en realidad a mostrar una correspondencia total entre su plástica y su espíritu: Rembrandt sabe bien que no somos entidades espirituales puras sino que somos dependientes, que nuestra constitución es la carencia, que necesitamos siempre un asidero material. Esa continuidad que muestra siempre Rembrandt, ese levantamiento de puentes entre sentidos, realidad y espíritu, será su aportación más propia y perdurable. Una escena del Belén será un Belén pero será también una madre –cualquier madre- que mira a su niño con arrobo.

En términos más globales cabe decir que los Países Bajos son, junto a Italia, junto a España, junto a China, una de las patrias de la pintura, uno de los lugares donde, más allá de las escuelas y de las individualidades del genio, la pintura no sólo ha llegado a ostentar un cierto carácter de representación nacional sino que se ha confundido con el país hasta dar una sensación, como diría Ramón Gaya, de estar en casa. Es inevitable pensar en aquel país tan pequeño como fiero, que llegó a hacer de la burguesía y el comercio una epopeya tranquila, sin dar en la Holanda esencial que vemos a través de sus paisajistas y de sus pintores de marinas, y de esa otra Holanda festiva, costumbrista y jocosa que muestra una imagen verosímil de la alegría de vivir en los granjeros, campesinos y fumadores de Teniers. Pese a todo, el gran siglo holandés –que viene a coincidir con el siglo XVII- será un siglo definido por la pincelada suelta, livianísima, de Frans Hals y por la aprehensión de la luz de Rembrandt y Vermeer.

 

Son luces distintas: la de Rembrandt será una luz matizada, oscura, plena de recovecos, en tanto que la luz de los cuadros de Vermeer será una luz lentamente cuajada, una luz de porcelana, amarilla y blanca, una luz de beguinado, con aspiraciones de pureza y de silencio, posada sobre las cosas. Rembrandt dará siempre otra carnalidad a su luz y otro carácter a su pintura: si analizamos técnicamente la pincelada de Rembrandt, nos llamará la atención su falta de uniformidad, con cuadros claramente matéricos y otros de factura más suelta, más limpia, pero no más brillante. Hay un Rembrandt que pinta con sprezzatura, con el descuido premeditado propio del pintor caballeroso y artista, con un empastado grueso y una manera áspera que llevó a la frase feliz de que sus cuadros podían cogerse por la nariz. Y luego hay un Rembrandt fino, de pincelada casi microscópica, el Rembrandt que prefirieron sus contemporáneos, y al que buscaban los comerciantes de pieles para encargar retratos. Pero Rembrandt es un carácter que trascenderá su técnica: como dirá un contemporáneo nuestro, la excepción de Rembrandt consiste en que nadie puede superarlo en el arte de los sentimientos entremezclados, probablemente porque tampoco nadie los experimentó con tanta intensidad.

La Holanda que vivió Rembrandt, la que vio y retrató, encarna uno de esos infrecuentes momentos históricos, uno de esos ‘momentos estelares de la Humanidad’, por decirlo con Stefan Zweig, en que una economía bonancible alienta el surgimiento de una clase que impondrá hegemonías del gusto y la moral en perfecta correspondencia civilizatoria entre el arte y el dinero. Es la burguesía holandesa, industriosa, piadosa, libre de dominación extranjera, con una autoestima en sus valores que nunca llegará a autosatisfacción. Fue la burguesía que admiró a un Rembrandt que, como pintor, tuvo tanto de hereje que se ha llegado a decir que era, al mismo tiempo, Lutero y Spinoza. En realidad, es la suprema libertad del arte como naturalidad. Aun así, fue una alta circunstancia para Holanda y para el mundo, la creación y la consolidación de una mirada propia: el siglo de Vermeer y Frans Hals, de los paisajes de Ruysdael y de esos rembrandts de oro y bistre, de ocre y blanco, pintados –según Marcel Proust- con la sola luz del tiempo.

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