La disipación y el trabajo – Ventajas de los trabajos silenciosos

El trabajo no deja de ser una de las mejores maneras de escamotear la vida pues –entre otras cosas- se necesita una presencia de ánimo muy fuerte para sobrellevar el ocio. “Quien lo vio, da testimonio”. Otra de las maneras de escamotear la vida es dedicarse a lo que, convencionalmente, se da en llamar disipación, y que pasa por la sociabilidad como aturdimiento, es decir, cualquier ociosidad –por lo general alcohólica o romántica- que descentre de ese fondo de malestar que acompaña a la vida, donde se incluyen banalidades como el politono de los móviles ajenos y hondas simas existenciales como la pregunta por la alienación del hombre occidental. En fin, las gentes disipadas son esas gentes que a las seis de la tarde de sus cuarenta y tantos años están intentando convencer a alguien de algo en la barra de un bar, en vez de ser jefes dispépticos y responsables padres de familia con las camisas que les compra su mujer. Ya he citado aquí alguna vez aquello de que hay muertes espirituales por exceso de compañía, y es que seguramente por eso mismo se busca la compañía, pues llevar una vida espiritual intensa –supongo- debe ser harto insoportable. Quizá más para los demás. La única ventaja es que, en uno de cada cien mil casos, surgen versos hermosos.

Como sea, las limitaciones propias de lo humano conllevan que una vida de disipación sólo sea compatible con una vida de rentista. O de periodista, tal vez. En cualquier caso, la propensión al caos está ahí. Curiosamente, buena parte de las artes de la vida consiste en poner limitaciones a esa llamada de la selva. Un niño que llora en casa siempre es un buen motivo para volver, o acaso tener alguien que llame si tardamos, o esas raras circunstancias en que la obligación laboral se vuelve una guillotina para alentarnos a la seriedad. El coqueteo con la intemperie alimenta sugestiones de libertad y ya casi de vida omnipotente y plena cuando parece compatibilizarse con la gravedad del trabajo. Ya se sabe que nada mejor para la piel que una noche de jarana. De todos modos, el cuerpo tiene sus límites y –por parafrasear a Gálvez- todas las copas saben a lo mismo. No hace falta sentir un “contemptus mundi” muy agudo para añorar, alguna vez, los ocios o trabajos activos del silencio. Leer, escribir. Un señor muy sabio que vive en el campo me dijo una vez que lo mejor de todo era “la paz del pensar”. Algo del todo compaginable con las batallas interiores que el pensar provoca, al menos en su caso. Más allá de su famosa frase sobre el estar en el propio cuarto, Pascal vino a decir que la mejor señal de la buena educación es la capacidad de sentarse -de sentarse físicamente- a trabajar. Sainte-Beuve, más egotista, dijo que sólo era él mismo cuando estaba en su gabinete, encerrado.

Uno, que al fin y al cabo es un poco centrista, cree en la integración, en la suma positiva. ‘Si no puedes vencer al desorden, únete a él’. Es inevitable el desorden creativo. Fumarse el puro de la victoria y abandonarse reclinado con una copa, al terminar de trabajar, está entre los placeres que nos concedió un Dios benevolente, como un término medio virtuoso entre la disipación aludida y el trabajo como hervor. Las conversaciones plácidamente azuzadas por el alcohol son una retribución. De pronto, se hace bonito estar con gente. Lo que quiero decir es que, al darse un atracón de leer o de escribir, lo que pide el cuerpo es exactamente eso. Hablo –con perdón- por la experiencia personal, tantas veces repetida, de encerrarse a trabajar en algún trabajo de escribir o traducir. Uno no reflexiona sobre su trabajo sino que se limita a hacerlo; por lo general, me imagino que los trabajos suelen generar respuestas similares: la ilusión responsable de hacer las cosas bien, aliada a la percepción de que más vale hacer las cosas bien para no fastidiarla de modo irreversible, con el sentimiento de satisfacción final de terminar y la sensación -dubitativa, inquieta- de haber hecho lo que se pudo.. En todo caso, de lo que me he dado cuenta es de que estos trabajos sedicentemente intelectuales, es decir, que implican moverse poco y trabajar con el ordenador y, quizá, algunos libros y papelotes, son trabajos casi absolutamente placenteros, tranquilos y reposados pero no inactivos. Quizá es que trabajar en soledad y silencio es lo que más se parece a trabajar en libertad, y de ese diálogo que es siempre leer y escribir tenemos la sensación de que nos queda algo objetivable, más allá de las páginas impresas o pasadas o del cumplimiento feliz de una responsabilidad: tal vez, es una hermosura en sí mismo el intentarlo. O tal vez, la lejanía del mundo que implican esos trabajos tiene su manera de convertirse en costumbre, lo cual es grato pues el mundo no deja de ser una feria de tratantes, que es mejor mirar a la distancia del narrador. No sé quién decía que, después de pasar la mañana escribiendo, tenía la sensación de haberse ganado la comida. La comida, o la copa de después. En definitiva, bajar a la realidad cuando apetece, como una libertad superior.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato