Los domingos de Abecé – el café y el Abecé – palabras de familia

“Poco podía yo imaginar que viviría para ver tantos desastres caer sobre ella, en una nación de hombres galantes, en una nación de hombres de honor y caballeros”: así se lamentaba Burke tras ver lo que hicieron los franceses con María Antonieta y así puede lamentarse cualquiera que haya vivido la dulce civilización que encarnaba el diario ABC y también viva hoy lo que puede ser su oscurecimiento y su mengua. En palabras de Burke, “ha pasado ya la edad de la caballería”.   No hace diez años todavía que por los márgenes del Retiro discurrían ese género de hombres que visten de sport-boutique y esas mujeres más guapas cuanto más casadas, con mucha frecuencia en acción de empujar un carrito, después de la misa de doce del domingo, hacia la masa verdeazul del Paseo de Coches. Ahí no faltaba comprar el ABC hasta que el mediodía se iba resumiendo, por Menéndez Pelayo y Alcalá, en un intenso olor a aperitivo: y aún hoy ese olor de cerveza fría y peladura de gamba puede resultar, según la hora, estimulante. En las buenas pastelerías guardaban cola ciertas señoras representantes de la mesocracia que tienen una asertividad y un malhumor sin igual cuando por imprudencia un niño se les cuela. Se trataba de comprar el pan y los bocaditos de nata.   En el ABC se reflejaba como por emanación natural todo eso, la tregua familiar, la paz de domingo, la solidez burguesa y un grado alto y admirable de conservadurismo sociológico. En los bares populares se daba aún el distingo entre el bar conservador –para la gente del barrio- y el bar progresista para melenudos llegados desde lejos: en el Martín se bebía en la calle, muy a lo moro, y se leía El País. En la terraza del Sanchis iban y venían raciones de marisco modesto pero a cambio a mis padres los trataban muy bien cuando decidían quedarse en Madrid. Era el lugar y el momento para ver qué decía el ABC – que siempre decía lo mismo, gozosamente, y que coincidía del modo más plausible con lo que uno quería leer. En esto está la poesía tan suave de la Restauración pero –como decía- un mundo así aún era posible hace diez años.   “El café y el abecé” todavía son la gloria de los sábados cuando uno se toma esa aspiración de libertad que es desayunar fuera de casa, por ver qué traen los suplementos culturales. En ese momento importan poco los planes satánicos de Ahmadineyad o las columnas de Armas Marcelo y se hace evidente incluso a estas alturas una España posible y cordial, reunida como polluelos bajo la Corona, lejos de los postulados de la derecha exasperada y también de la perpetua inanidad del pensamiento progre. En el ABC aprendimos a leer y de fondo no encuentro mejor razón para leerlo –entre tanta crítica- que el hecho de que mi abuelo lo leía y hay cosas que es mejor que nunca cambien o que no tienen motivo suficiente para cambiar. Suscriptor de la primera hora, en una provincia sin relevancia, mi abuelo coleccionaba literalmente el ABC y nunca he conocido a gente ligera o boba entre los coleccionistas de periódicos. Por eso el ABC en tantas y tantas casas era parte del léxico familiar, algo perpetuo e intocable, indiscutible y tan permanente como oír a media tarde el bisbiseo del “ruega por nosotros” o el rigor de la puntualidad a la hora de comer.   Ningún diario más que el ABC ha conseguido tantas fidelidades por más que entre mis mejores vecinos había hasta hace poco tres suscripciones que –después de ver a Carod en la portada- hoy son de La Razón.  El ABC era, exactamente, el periódico del pequeño empresario, del rentista conservador y la burguesía más moral: también, en cierto modo, un periódico para España, desde Sevilla a La Coruña, con no sé qué urbano e ilustrado y esa amabilidad que era tan propia de la casa. No es menor argüir que el ABC fue el periódico de Azorín y que hoy todavía tiene a lo mejor de España entre tanta hojarasca y una selección de pesos pluma.   Todo cambia e incluso los domingos del Retiro tienen algo de plaza mayor andina y las parejas de antaño, ay dolor, están todas separadas y los niños rubios se habrán vuelto cocainómanos. Está entre los signos de los tiempos que todo deba degradarse y a la mitad de mi adolescencia el ABC decidió incluir contra toda seriedad el color en su portada cuando los periódicos más formales siguen sin llevar fotos todavía.  En mi infancia, a cambio, no hubo día de más gloria que recibir un tarjetón del director y aún recuerdo pasar los dedos sobre el relieve –tan caro- de la tinta donde estaba representada el águila bicéfala de Prensa Española cuando aún el ABC era “un vicio nacional”: fue muy de ver, ahí, la admiración de los compañeros de colegio, cuyos padres leían ABC como Dios manda.   A veces, por el centro comercial que hoy ocupa lo que fue algo de tanta gloria como la sede de ABC, uno puede detenerse entre las tiendas de Zara y pensar “aquí estaban las secretarias, aquí la sección de nacional, y por esta puerta hacía su salida un redactor en busca de taxi para irse a entrevistar con un político”. Al final, nunca supe si me gustaban los periódicos, si me gustaba el periodismo o si lo que me gustaba era el ABC.   En su entorno ahora hay mucho ruido pero –en realidad- no ha cambiado tanto como dicen. El ABC era y es una manera de ver y pasar la vida, como uno debe elegir entre el whisky y la ginebra y entre la chaqueta de tweed o la de cuero. Representaba una formalidad muy llevadera y cada vez más urgente en tiempos de impudor. En el ABC está todo el sabor de una música del pasado que resuena por dentro todavía – y una institución catedralicia, solemne y admirable, embellecida por el tiempo, como todo lo que fue una vez hermoso y grande y aún perdura.

 
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