El ego del columnista

El columnista es un tipo que desprecia intelectualmente a la chusma de las tertulias de los programas del corazón pero que daría cualquier cosa por tener su nómina. Alguien con un ego inmenso. Los mejores amigos del columnista son las improvisaciones de Zapatero y las ruedas de prensa de Magdalena Álvarez. Los enemigos son las prisas, la monotonía, las conferencias de Solbes, y la resaca. No necesariamente en este orden. El articulista adora a todos aquellos personajes públicos que cada vez que abren la boca regalan un buen artículo, pero aborrece a los que hacen de la mesura y de la educación su bandera. El cronista, tanto el político como el deportivo, no es nadie sin un par de buenas gansadas que llevarse a la pluma.

El estado habitual del columnista es la intolerancia. Una intolerancia enraizada directamente en su ego. Un engreimiento tan insoportable como imprescindible, que convierte al vulgar escritor de actualidad en artista. Sin ese ego colosal, el creador de opinión se transforma en algo así como el autor de un libro de texto. Un anónimo desgraciado, condenado a ser pasto de pintadas fluorescentes, corazones coloreados, rimas adolescentes, y alguna que otra declaración de amor. En realidad, el columnista sólo se vuelve interesante cuando renuncia a su identidad y se convierte en una caricatura acicalada de lo que algún día quiso ser. Por el contrario resulta aburridísimo cuando se empeña en ser solemne, técnico o ejemplarmente tolerante. Los excesos se pagan. Citar a más de tres autores en un mismo artículo debería estar prohibido, salvo que la audiencia sean los suscriptores de una revista de alta cocina, o algún otro arte venido a más con el cambio de siglo. Leo la prensa estos días y me convenzo más que nunca: en este oficio, la cultura debe imponerse a uno mismo, pero no a los demás.

Por otra parte, la mayoría de los incipientes columnistas españoles sienten una extraña necesidad de justificar su recuadro cada semana. Muestran su apabullante dominio del lenguaje y su vastísima cultura hinchados y artificiosos como pavos reales. Vano esfuerzo. Objetivamente, nadie merece una columna de opinión en un periódico de información. Ese espacio es sólo una concesión que ha de aprovecharse mientras dure, como sucede con todo lo que aún es gratis en Internet, por ejemplo. Los que piden a diario perdón por opinar deberían ser absueltos. Absueltos de su columna.

Los columnistas españoles tienen nombre antes que opinión, cosa que enfada mucho a quienes escriben bien y no tienen dónde hacerlo. Sin embargo, es razonable. Está demostrado que el lector de periódicos acude antes al nombre que al primer párrafo del artículo. De hecho, los columnistas, que a ratos son humanos como los demás, también lo hacen. No debe atormentarnos que haya en España unos 150.000 tipos sin columna que aseguran ser magníficos escritores. Insisten en que este país es ingrato y en que lo suyo es una injusticia sin precedentes. Esa actitud quejumbrosa es característicadel columnista frustrado.

Son columnistas frustrados el 95% de los columnistas -y el 100% de los que no lo son-. Frustrados porque no escriben en el mejor diario. Porque siempre hay un idiota en la contraportada que cobra el triple. Porque la nueva distribución de la página de opinión les relega a un segundo plano. Porque en todos los periódicos hay un escritor famoso que inventa cinco líneas a la semana y cobra como si fueran seis reportajes a doble página. Porque sus 3.300 caracteres diarios valen los mismos euros que el garabato del sosísimo dibujante de la página contigua. Porque desearían firmar en periódicos internacionales. Porque no comprenden por qué, si sus columnas son tan buenas, ninguna tertulia radiofónica se interesa por sus servicios. Porque hace diez años que no aciertan una maldita previsión política o económica. Porque no llegan cartas de los lectores o porque llegan demasiadas. Y, frustrados, finalmente, porque un día soñaron que con su nueva columna lograrían comer gratis en los restaurantes de lujo, fumar puros caros en el palco del Bernabeu, y la novia más hermosa del universo. Y al final, nadie sabe qué ha salido mal, pero ni puros, ni novias, ni restaurantes de lujo. Y con columna, de milagro.

Como, en proporción, hay más analfabetos con columna que pececitos en el océano, es mejor abrigarse en la enseñanza de los clásicos, a los que todo el mundo cita pero casi nadie conoce: lo importante es no tomarse demasiado en serio. Incluso si esta obviedad no la han pronunciado los clásicos tampoco me quita el sueño. Apuesto a que ustedes no van a echarse a las bibliotecas esta misma tarde para comprobarlo libro a libro.

Concluyo recordándoles que el ego es al columnista lo que las orejas al conejo: el lugar perfecto por el que prenderlo.

 
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