Todos endeudados

Las virtudes públicas de los españoles consistían en una mezcla de modestia y sobriedad. Aquello no era hace tanto tiempo y tampoco era de extrañar en un país donde los barrocos habían hecho la alabanza del moderado estilo. Dicho de otra manera, la ostentación era vicio evitable, ya se tratara de la ostentación del ombligo o del dinero o incluso de la ausencia del dinero. Ciertamente, el humus del decoro católico estaba ahí pero también estaban tantos valores aprendidos que conformaban algo así como la inteligencia supletoria de buena parte de la sociedad. Véase el mito del rústico castellano, de natural sobrio y cortés, caballeroso: no tenía mundo y no tenía estudios pero tenía un cauce de sentido común y también un cierto sentido del honor. Por ejemplo: un hombre podía ser muy pobre pero no dejaría de tener a sus hijos guapos y limpios. A los viajeros les sorprendía la homogeneidad de las clases españolas cuando veían que la reina y el labriego hablaban de modo parecido. Con sus errores graves, la falta de pretensión era una nota pública española y ejemplo de una palpitación de realismo.

Era ese un código de valores de responsabilidad que contrasta con un individualismo hodierno que prima la originalidad y pone la excepción moral del dandy a la altura de ir al Zara. El consumo engrasa la economía, aviva el ingenio de los hombres y materializa anhelos de su libertad: puede ser, además, una experiencia feliz. Pero de la misma manera que hay que defender la libertad del consumo frente a los cátaros del anticonsumismo que nos prohibirían hasta una corbata en Navidad, el consumidor actual –el turboconsumidor- puede vivirlo como vector de decepción. Esto tiene repercusiones morales, es decir, muy prácticas. Ante todo, es indiciario de un cambio de valores. Estamos muy lejos de la estrofa de Gil-Albert en defensa de la pobreza higiénica: “Nada quedó. ¿Qué haremos? Y una nube/ como de luz me envuelve, una promesa/ de rebasar lo sórdido del mundo, de acometer lo mágico inaudito,/ de mantenerme siendo un ser dispuesto/ a defender impávido mi lujo.” La frugalidad anda hoy menos de moda.

La pérdida de una cierta templanza en las apariencias tiene concomitancias con nuestra actitud ante el dinero. En otro tiempo, no endeudarse entraba dentro de la honorabilidad y de la respetabilidad del buen paterfamilias. Uno gastaba lo que podía gastar. La deuda era una mancha personal y familiar. Al tiempo, eso propiciaba un manejo más inteligente de los recursos propios. Así se primaba un cierto sentido del esfuerzo. Si hoy prima más el consumo, entonces primaba más el ahorro: una cosa falta ahora, como la otra faltaba entonces. El ahorro ahora ha dejado de ser una virtud de manera casi fulminante, algo parecido a la avaricia, indicación de un temperamento con la villanía del antihedonismo en el mundo del hedonismo instantáneo. Ocurre incluso en países de origen calvinista. Hemos sido educados para la instantaneidad y la abundancia. Es el ‘todo, ahora’. El liberalismo español, por ejemplo, no ha insistido como debiera en la defensa del ahorro, con el estigma de lo conservador.

En España, hemos estado un tiempo viviendo por encima de nuestras posibilidades, no sólo porque Halcón Viajes abrió el Caribe para todos o porque de pronto uno ve a su portero al volante de un Jaguar. Se avecinan, tal vez, tiempos de reajuste. Los datos indican asistencias no vistas a los montes de piedad. Vayamos a saber si no volverán las viejas argucias de economías más precarias: la vuelta del zapatero remendón, las recetas de aprovechamiento culinario, el pasar la ropa de un hermano a otro hermano.

En la España endeudada, hay quien postula que veremos campañas a favor del ahorro como las hemos visto en contra del tabaco o a favor del reciclaje. La tentación está ahí, a un solo clic en Amazon, acechando en la teletienda de la noche. En el reajuste, veremos si el dinero no nos ha corrompido en exceso. De momento, sabemos que la morosidad afectará a tres de cada cuatro empresas, se observa el auge de la refinanciación del crédito, se anuncia en los periódicos Crédito y Caución. El número de tarjetas de crédito se ha triplicado en un quinquenio. Sin tener nada en contra de los bancos, es cierto que la emisión del crédito se ha cebado con los jóvenes: tarjetas aparentemente gratis, préstamos al instante. Cualquiera puede acceder a una visa jade o a una mastercard crisoelefantina. Igual sucedió con unas hipotecas donde uno se mete en una prisión por cincuenta años. En general, no se es consciente de que luego todo se paga aunque sea con una libra de la propia carne. En el mundo volátil, la deuda no es volátil. Las administraciones públicas y la ejecutiva de las empresas no han dado precisamente ejemplo de contención en el gasto, de responsabilidad. Más bien andamos planeando casinos. Lo peor de la deuda es que afecta a los que financieramente son más iletrados o tienen menos capacidad de asesoría fiscal competente. El cambio de valores es que uno podía vivir como un rico sin serlo. Hoy vemos cómo eran las viudas con ahorros o con rentas las que mejor capean la crisis. El corte conservador de la banca española –pensemos en el Banco Popular- dio paso a formas más agresivas. La pérdida de inhibición al conceder créditos ha desvirtuado esa apuesta vital que era el crédito hasta convertirlo en recompensa.

Hoy el ocio es gasto pero más valdrá recuperar el ahorro, el esfuerzo y la contención como pedagogía antes que como obligación penosa. Estamos en una tesitura en la que una crisis económica puede ser, más que nunca, una crisis de desmoralización. En realidad, puede pensarse que una sociedad que llevaba sus zapatos al zapatero era más sabia que una sociedad que todo lo soluciona comprando otros zapatos. Esa camisa gastada pero limpia es una responsabilidad que de nuevo hay que aprender.

 
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