La escondida senda de Grigori Perelman

Aun sin dotación económica, nada más por el farde y la altisonancia, a cualquiera le faltaría tiempo para recoger un premio llamado del Milenio. No digamos si además trae aparejada, que la trae, una cifra tan poco desdeñable como el millón de dólares. Poco desdeñable y sin embargo desdeñada por Grigori Perelman, ese misterioso ser que no ha comparecido –tampoco ha dejado número de cuenta– en la ceremonia de entrega del galardón que otorga el Instituto Clay de Matemáticas. 

Perelman reúne dos cualidades que ni de forma aislada son fáciles de encontrar, por lo que si encima confluyen en una misma persona, hacen que esta adquiera tintes legendarios incluso en vida. Es el caso de una extrema inteligencia y de una humildad superlativa, rasgos amplificados por los medios de comunicación, que han venido informándonos de la magnitud tanto de sus logros como de sus renuncias. A los absolutamente profanos en la ciencia de los números, por fuerza nos llega muy mitigado el pasmo que habrá producido a los expertos la resolución de la conjetura de Poincaré. En cambio, sí nos es accesible la valía que entraña su raro desapego de los honores públicos. 

Ese no usado proceder, ese apartamiento de las glorias diríamos que heroico, hoy, cuando quien menos las merece es quien más se afana en procurárselas, lo ha aureolado con la condición no ya de genio, sino de sabio. Perelman afirma que ha demostrado matemáticamente la existencia de Dios. Y aunque así no fuese –a la espera de publicación y dictamen–, el haberse aplicado a ello nos lleva a buscarle filiaciones, que creíamos extintas, con aquellos que emprendieron el camino de la ascesis.

A Perelman, atento el oído a la armonía de las esferas, cifrada en números, podemos imaginarlo como miembro tardío de la hermandad pitagórica. A Perelman, anónimo en su circunstancia cotidiana, lo vemos siguiendo el secretum iter horaciano, la escondida senda de quienes huyen el mundanal ruido, en el presente más mundanal y más ruido. A Perelman, de figura desgarbada y largas barbas rubicundas, que se pasea místico y extraño por las calles de San Petersburgo, lo descubrimos casi como uno de aquellos yurodivi rusos, locos santos, santos locos, que fingían su insania para evidenciar los absurdos de la riqueza y el poder. Perelman no ha necesitado, como ellos, peregrinar de pueblo en pueblo ni hacer ninguna mueca ostensible, que ya las agencias de noticias transmiten su mensaje silente. Ahora solo queda interpretarlo: chaladura de excéntrico, o camino de perfección.

 
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