Un vino para cada escritor (I) – De Azorín a Agustín de Foxá y a Mérimée

Los moralistas más sensatos aconsejan separar la ingesta alcohólica de la reflexión moral porque su combinación puede conducirnos a consideraciones de amargura sobre nuestra naturaleza caída, como si no tuviéramos remedio. Por otra parte, han sido muy famosas las estampas del escritor que escribe según la inspiración del whisky o del ajenjo o la del lector que lee, mansa la tarde, mientras sorbe un poco de Oporto y de vez en cuando alza los ojos para ver la lluvia por detrás de la ventana. Son bellas poses pero el alcohol debe de ser tan malo para escribir y leer como para el manejo de maquinaria peligrosa: cualquier impulso de seriedad lleva aparejada, hélas, la ascesis de la abstinencia. Tal vez sea otra consecuencia de la “natura lapsa”. Pese a todo, se puede hacer un maridaje entre vinos y autores, con toda libertad de asociación poética. Esta es mi selección atolondrada:   Azorín: Hombre moderado y “mojón de todas las aguas”, que en París –ciudad de tanto vino- se refugiaba en las botellas de Evian. Pese a todo, dedicó páginas luminosas al fondillón de Alicante, oloroso a los frutos secos –“les quatre mendiants”- que le servían en Yecla y Monóvar cuando era niño y en París cuando era adulto. Sobre Azorín y las almendras alguien con tiempo debería escribir alguna tesis.   Antonio de Zayas y Beaumont, duque de Amalfi: Tras peregrinaciones diplomáticas, del Bósforo al Uruguay, volvió a España a escribir sonetos al Alcázar y ‘al oro de mi copa de Montilla’. Fino Gran Barquero, untuoso y excelente, o Eléctrico Fino del lagar, de Toro Albalá. ‘En la duda, no te líes: o Montilla, o Moriles’: son páginas de gloria del solar hispano, como el propio Zayas, aunque hoy todo sea olvido.   Michel de Montaigne: Torre Muga, Torre de Gazate, cualquier vino español de las bodegas Torres. Preferentemente, Château Latour.   Rubén Darío: Un cóctel de champaña y angostura.   Jean Lorrain: Alkermés, el maléfico licor del XIX, con reflejos dandies de topacio.   Gustave Flaubert: Para el alma en tribulación, nada como una ‘Chartreuse Épiscopale’; es decir, mezclada con chocolate. Flaubert es –como casi toda la novela del XIX- plomizo, triste, invernal.    Saint-Simon: Hombre de mal vino, casi siempre. Cuando no, le alegraban un cocido sencillo, el jamón español, el áspero vino de Valdepeñas.   Albert Samain: Un ‘jeroboam’ –cuatro botellas- de Champagne Salon, cosechado en año de catástrofe. Es lo que se infiere de quien cantó, con tanta fatalidad, el hecho de que existan las mujeres rubias.   Lafcadio Hearn: Le alegraría saber que en la India ya se embotella sauvignon blanc y que en España hay necios que lo venden. Es tontería porque todo el mundo sabe que el bueno está en Nueva Zelanda.   Honoré de Balzac: Cafeinómano completo, en sus manuscritos se observa el rastro ansioso de las cuentas de sus deudas y el cerco de las tazas de café. En su “Traité des excitants modernes”, encuentra formas tan rebuscadas de tomarlo que sólo las recomienda a “los hombres de vigor muy notable, de cabellos negros y fuertes, de piel entre ocre y bermellón, manos cuadradas, piernas en forma de balaustrada como las de la plaza de Luis XV”. Con el café cada uno tiene sus manías.   Bossuet : Vino negro. Quizá encontrara inspiración en cierto vino berciano que ha de llamarse “Quinta del cuervo”.   Padre Viéira: Padre de la prosa portuguesa, dedicó al pulpo gravísimos sermones, de honda moralidad. A la doblez y el engaño del pulpo –tan bueno en la cocina- se puede contraponer la sencillez de un ‘vinho verde’.   Luis de Camoens: Todavía llegó a llamar ‘españoles’ a los portugueses. Navegante osado, le hubiese gustado saber que el vino de Madeira estaba mucho mejor a la vuelta del trópico, tras cocer en la bodega de los barcos. Hoy, la casa Lustau comercializa su ‘East India Sherry’ aprovechando una bodega que tenía humedades.   Josep Pla: Hombre complejo, con gusto por las cosas sencillas, como un chardonnay borgoñón –un Montrachet- siempre que no supiera el precio. Gran bebedor de whisky, no temía a la borrachera porque si la destilación es correcta ‘se mea todo’.   Eugenio d’Ors: un Priorat concentrado, imbebible, de necesario decantado, bebido en su cerrada juventud. Por ejemplo, Clos Erasmus, aunque él hubiera preferido que se llamara Clos Joubert.   Gabriel Miró: Alma frágil y leve, elegante, etérea, que pasó por el mundo con una ligereza de suspiro. Vino aromatizado con miel de cantueso por la Pascua.   Marià Manent: Mistela blanca de viñas junto al mar.   Fray Luis de Granada: Rioja Milflores. Curiosamente, fue un gran escritor gastronómico, dispuesto siempre a bendecir a Dios por tanto don.   Kavafis: Moscatel de Alejandría o Moscatel de Samos, siempre joven.   Juan Eusebio Nieremberg: Algún Schloss Johannisberg de los que conservaba la casa real española, hasta la llegada de la Segunda República.   Robert Burton: Lo mejor, unas friegas de tila por el pecho.   Marcel Proust: Cerveza helada –cerveza blanca de Brujas- recién traída del Hôtel Ritz, con o sin rodaja de limón.   André Pieyre de Mandiargues: Un sencillo ‘vin de pays’, pisado por las mozas jóvenes del pueblo mientras suena la música popular de la vendimia.   Benito Pérez Galdós: Su Nazarín hace penitencia en las soledades de Navalcarnero, pobladas entonces del singular albillo de Madrid. En sus incursiones ascéticas llegaba hasta Méntrida, donde hoy hacen el peor vino de España –con olor de aguarrás- y algún vino destacable: Arrayán, Jiménez-Landi.   Joan Perucho y Néstor Luján: Lo mejor de la bodega particular, sin temor al gasto. Vale un Mas La Plana de 1970 –que pasó por encima de tantos Burdeos- o la historia eglógica que se resume en un Château Ausone.   Agustín de Foxá: Lo imaginamos tratando a viudas fascinantes y muy propenso al champaña de las embajadas. A su altura puede estar el magnífico rosado de añada de la Viuda Cliquot.   Raimundo Lulio: Vino de las viñas de Engadí, de bíblicos aromas.   Luis de Góngora: Una “Moza de Alcobendas” le inspiró estos versos: “Un rubí desaté en oro; / el rubí me lo dio Toro, / el oro Ciudad Real. / ¿Hice mal?”. Los poemas de Góngora son de oscura orfebrería pero Ciudad Real tiene magníficos aceites y en Toro, Vega-Sicilia elabora, desde el año 2001, su “Pintia”.   Arcipreste de Hita: “Y aún otra cosa os diré de cuanto allí aprendí / donde hay vino de Toro, no beben de baladí”. Otro gran vino de Toro es el Numanthia de 1998.   Joris-Karl Huysmans: Tuvo que escoger “entre la pistola y la cruz”, como quien duda entre el agua y la ginebra, y sabiamente ingresó en una Trapa. Se recomienda, pues, un poco de vino de Misa: el “Malvaxia sincerum” o el “Alleluia”, del italiano Roberto Bava, tienen buena fama, elaborados exclusivamente de uva pura (“ex genimine vitis impollutum”). Se calcula que, en todo el mundo, el consumo de vino litúrgico para la celebración de la Santa Misa supera con creces los cinco millones de litros al año. De todos modos, según informa Bava, "este dato no tiene en cuenta el consumo indirecto del vino de misa, el que los curas beben en la mesa, asi como los tragos bebidos a escondidas por los monaguillos que, sólo ellos, podrían hacer doblar dicha cifra". En la última cata de vinos litúrgicos resultó vencedor un vino de la ciudad de Kromeriz, en la Moravia eslovaca. Tanta prolijidad irrelevante quizá hubiese sido del gusto de Huysmans.   George Horace Lorimer: Hombre poco partidario del alcohol: “algunos aprenden de la maldad del whisky por tener un padre borracho y otros por tener una buena madre”. Ni siquiera hacía la excepción del whisky de centeno.   Pushkin: Ponía al vino de Tsinandali, Georgia, muy por encima del Sauternes. Los vinos georgianos, de fama mítica, siempre han sido difíciles de ver por aquí. En Rusia acaban de prohibirlos, según el presidente Saakashvili, “por nuestras aspiraciones de libertad y democracia”. Los rusos alegan que se usan pesticidas.   Tólstoi: Cuvée du Tzar, 1917. Gran cosecha.

 
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