Una de espías

Como la Policía del Pensamiento orwelliana, tiempo al tiempo los parias que nos atrevamos a pensar en contra de las consignas del partido único acabaremos confinados en una mazmorra del castillo de Montjuic, sin posibilidad de apelar al habeas corpus, o mismamente convertidos en alegoría del martirio, ante el pelotón lorquiano de fusilamiento.

Sólo así encuentro explicación al obsesivo empeño enfermizo de los Estados (y de organismos paragubernamentales inclasificables de dudosa reputación) en colarse de rondón en nuestra alcoba a la primera ocasión que se le presenta para espiarnos.

En la Nochevieja televisiva de La Primera, un emisario de la Sociedad General de Autores se le metió en la ducha a José Mota dispuesto a cobrarle allí mismo el impuesto revolucionario de marras, estando como estaba el baranda indefenso, en pelota picada. Y todo porque le sorprendió in fraganti cantando una rumba de Peret sin haber pasado antes por caja.

En otras circunstancias, lo normal es que tomáramos la gansada a broma y fuésemos incapaces de elevar el tono de la discusión de la trivialidad a la categoría. Lo preocupante del caso es que el esquet humorístico es algo más que una metáfora, estando como estamos rodeados por los cuatro puntos cardinales de ojos y oídos que todo lo ven y lo escuchan.

«All the world is a theatre», escribió Shakespeare hace de esto un huevo de años. Y todos los hombres y mujeres, simplemente comediantes, participantes involuntarios en el Big Brother de La Milá.

Muertos y enterrados Platón y Maquiavelo, y ninguneado Max Weber, el Estado ya no es sólo el legado que nos dejó hace cinco siglos algún enajenado “vende peines” que se pasó la vida inventando razones para legitimar la asunción por parte de la cosa pública del monopolio del ejercicio de la violencia legítima.

Hoy, el Estado, siempre insaciable, también reivindica el derecho a conculcar la libertad individual de la privacidad aprovechando situaciones de pánico colectivo (como un atentado de repercusión planetaria) para declarar poco menos que el toque de queda y el Estado de excepción. La idea de los escáneres corporales en los aeropuertos está por ver si se le ha ocurrido a un obseso por la seguridad o a un obseso sexual que nos quiere ver a todos en bolas por rayos equis, codificados como las pelis porno del Plus.

No somos los administrados quienes tenemos que hacer una cesión involuntaria de nuestra soberanía personalísima por culpa de la incompetencia de los servicios secretos o de las fuerzas de seguridad.

¿Derecho a la intimidad? El artículo 18 de la Constitución Española, como todas las declaraciones ampulosas y grandilocuentes que predican lo imposible, es una memez; el Sitel, ese Sistema Integrado de Interceptación Telefónica que se sacaron de la manga los del Pepé y que se han atrevido a enchufarlo los del Psoe, una temeridad; y la Ley Orgánica de Protección de Datos Personales, una farfulla burocrática, porque ni en el desierto del Kalajari le dejan a uno en paz los comerciales de las telefónicas. ¡Pobres bosquimanos!

 
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