La faja

Uno de esos elementos vinculados al libro impreso que acabarán perdiéndose con él es la faja. Ni atavío rústico ni artículo de lencería: la faja, en el gremio editorial, alude a la cinta de papel que ciñe el talle de cada uno de los ejemplares de una tirada para arroparlo con el calor del triunfo. Son minoría los libros que llegan a lucir la faja, porque para ello se precisa reunir determinados méritos. Hay que alcanzar un prestigio o, como mínimo —yendo por lo cuantitativo—, un alto número de ediciones, a ser posible en poco tiempo.

Lo ideal es que concurran ambas circunstancias, buena crítica más furor de imprenta, y entonces la faja constituye una verdadera ejecutoria de nobleza en el ámbito de la bibliografía. Tengo a mano, por ejemplo, El mundo de ayer, de Stefan Zweig, que publicó en España hace doce años El Acantilado. Su elegante faja de un azul grisáceo muestra en orgullosa versal que se trata de la decimosexta edición —es la de 2011—, y después se citan, entrecomillados, unos cuantos fragmentos elogiosísimos que dedicaron a la obra tres conocidos autores de reseñas en suplementos culturales.

El último libro que he comprado hasta ahora con faja ha sido Intemperie, de Jesús Carrasco. Al comenzar a leerlo, me he planteado la cuestión extraliteraria de siempre en estos casos. ¿Le dejo la faja puesta? ¿Se la quito? Es una aparente nimiedad que seguramente también acuciará a unos cuantos de ustedes. Porque por un lado se trata de un elemento desechable, pero por otro forma parte del todo que uno adquiere. Es desechable asimismo la sobrecubierta, esa especie de gabán que traen algunos libros, normalmente los más pintureros, y no solemos despojarlos de este aditamento. La diferencia consiste en que la faja tiene un cometido más comercial que ornamental. Si hemos adquirido ese título, ya ha cumplido su función y podemos deshacernos de ella sin cargo de conciencia. Además, con el manejo del libro la faja suele desajustarse, rasgarse poco a poco; en fin, molesta en general.

Un uso frecuente que se le da, tras desasir el abrazo que prodiga al tomo con el que viene y chafar sus tres dimensiones para volverlas dos, es el de punto de lectura. Hay, sin embargo, quien la emplea para hurgarse entre los dientes, calzar un mueble cojo tras plegar varias veces el papel sobre sí mismo o garabatear anotaciones de gastos e ingresos en el reverso blanco, donde la faja es muda. Yo la tiro sin más. Es un pequeño y bobo, por falso, acto de subversión: me demuestro que soy capaz de echar a la basura parte de un libro. Absurda faja expiatoria. Lo subversivo sería tirar el libro entero, con mayor motivo si encima me ha gustado.

 
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