Una fiesta de la cerveza – El sí y el no de la cerveza – El lúpulo estético

Thomas Jefferson, coleccionista y maniático de los mejores vinos de Francia, dejó dicho que la cerveza, ‘bebida con moderación’, ‘suaviza el carácter, alegra el alma y promueve la salud’. De las palabras de Jefferson podemos inferir que, bebida con inmoderación, la cerveza debe de tener efectos verdaderamente superiores.

En el mundo hay mucha gente y por lo tanto hay quien opina que beber cerveza constituye un gesto de gran vulgaridad. Bien, si cada uno tiene un margen de derecho a la arbitrariedad, le corresponde también el deber de poner las arbitrariedades en su sitio: usted puede opinar que beber cerveza es vulgar pero sepa que el muy gomoso Marcel Proust –‘hoy he estado a punto de morir tres veces’- se hacía llevar cada día la cerveza del Ritz. La pedía helada. El caso de Proust es sin duda extremo si reparamos en que la suya era una elegancia, refiere Morand, con calcetines color perla.

Estéticamente es posible que las almas más preciosas, nevadas y liliales tengan una aprensión hacia la cerveza, identificada para el caso con los ‘packs’ de seis latas, la litrona caliente, las cañas demasiado ácidas, el populismo inherente al ‘ir de cañas’, los encurtidos más corrosivos o –puestos a la pretensión mal emplazada- esos pubs de barnizado oscuro y vidrieras emplomadas, lugares tristes donde parece que un gato muere cada tarde.

La opción optimista con la cerveza nos llevará, sin embargo, a pensar en las ojivas de Praga, en esos cuentos de Jan Neruda donde dos enemigos se reconcilian en torno a una pilsener; o podemos detenernos en un pub irlandés, que es cosa emotiva y auténtica cuando está en Kilkenny y no en Torremolinos, y un cura va en bicicleta entre los campos de turba y no se sabe si ya llueve o va a llover pero Dios de algún modo nos sigue queriendo todavía; o vayamos acaso a las terrazas suntuosas de Viena, entre gentes en verdad civilizadas y elegantes y musicalmente educadas; o a un biergarten alemán, donde el pan negro parece un posavasos y vuelan en verano los vilanos de los tilos y alienta cerca el Rhin y uno puede comer embutidos de cerdo verdaderamente muy sangrantes; o recojámonos en el bar inglés donde Auberon Waugh bebía la última ‘real ale’ y alguien se arrancaba con una canción antes de que tocara la campana y hubiera sobre todo una tristeza algo fangosa; o cerremos los ojos y viajemos a Bruselas, capital discreta de la gastronomía: cerrar los ojos nos evitará ver a los funcionarios mientras apuramos una Orval o cualquiera de las cervezas que aún hacen los trapenses para salvarse a sí mismos y de paso salvar a los demás. Y cuando demos el último trago podemos comprar para la casa unos encajes de Malinas que nos hablan de alguna Penélope que espera a algún marino que partió hacia el Golfo de Vizcaya…

Sí, hay cervezas más allá del Carrefour: algunas son complicadas y exquisitas como oportos y ahora hay conocedores que las dejan añejar. Según mis últimas investigaciones de campo, hay una cerveza de Marston’s que es el cielo con las ostras y en algún lugar he leído que para conocer al tonto del bar sólo hay que buscar al que bebe una Corona con su raja de limón. Todos somos arbitrarios: a mí, la Negra Modelo y la Doble Equis me parecen cervezas estupendas.

‘No beer, no civilization’: George Will, eminente cabeza conservadora del Washington Post, se expresaba así días atrás, retrayéndose a los tiempos en que el agua era insegura y el alcohol era siempre la bebida más viable. Durante tanto tiempo, en Europa pareció preferible morir de cirrosis a los cuarenta que de cólera a los veinte. En todo caso, la ingesta masiva de alcohol por parte de nuestros felicísimos ancestros ha fijado en nuestra oscuridad genética un aporte sustancial de enzimas alcohol-dehidrogenasas que, según los que entienden, nos hacen tolerar y digerir el alcohol y no caer como adolescentes engolosinados y engañados por las dulzuras del martini con limón, con el agravio de que el mundo tiende a hacer memorables los ridículos.

Existen otros argumentos de honda carga antropológica para justificar que la civilización es algo así como una copa rebosante de cerveza: la cerveza nació con el pan por la lógica que lleva el nacer del mismo grano, y de ahí que algunos, con ambición poética, hayan dicho que la cerveza es ‘hermana del pan’ o el pan más líquido. Pray Bober afirma que la cerveza es ‘origen de todas las civilizaciones’, pues el efecto mágico del grano fermentado podría haber persuadido a la gente a asentarse en pueblos sociables. Fernández-Armesto, historiador en Oxford, hombre de amenidad y de solvencia, nos recuerda la teoría del ‘gran hombre’ de los orígenes de la agricultura, teoría ‘según la cual el cultivo de la tierra se inició para generar excedentes destinados a los banquetes de los caciques’. Ahí la cerveza habría tenido su lugar para después hacer magnífico camino hasta la barra de mármol de Santa Bárbara. En fin, estas son fruslerías en las que pensar mientras llega el camarero con una doble y unas aceitunas. Como los soldados británicos, habrá que conformarse con cuatro pintas por semana.

 
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