La fotocopia compulsada

Les pagamos el sueldo a los gobernantes para que nos compliquen la vida. No crean que es una labor sencilla. El banco, los médicos, e incluso los fabricantes de latas de conservas pueden contribuir a esa ardua tarea. Pero no es lo mismo. Quien realmente tiene capacidad para arruinar nuestra existencia es el Estado. Quienes de verdad pueden hacerle perder una mañana entera, de ventanilla en ventanilla, de fotocopia compulsada en fotocopia compulsada, de cuño en cuño, de tasa en tasa y de firma en firma, son los políticos que están en el gobierno. De hecho, no es sólo que puedan hacerlo, sino que lo hacen, y con mucho gusto.

Nada fascina más a un alto cargo de cualquier ministerio, que pasar delante de una ventanilla de su competencia y contemplar la estampa de cincuenta ciudadanos obedientes haciendo cola para conseguir un impreso que les permita conseguir otro que de lugar a un tercero, que a su vez les autorizará a pagar la tasa correspondiente en el banco y presentar después toda la documentación anterior, reunida, ordenada y sellada, en el último mostrador de la oficina, en el que la revisarán, le encontrará cualquier error -aunque no lo tenga-, y se la rechazarán, remitiéndole a iniciar el proceso de nuevo en la ventanilla inicial, y a apartarse pronto de la cola porque hay más gente esperando. Está escrito.

Cuando usted va a hacer algún papeleo en el que interviene un organismo público puede estar seguro de dos cosas: que perderá toda la mañana y que su presencia física será imprescindible durante todo el proceso. Incluso es muy probable que sucedan otras dos: que le obliguen a perder la mañana de mañana, y que lo de su presencia física vuelva a ser innegociable. Por tanto, no se esfuerce por llegar demasiado temprano a ninguna oficina pública. Y si realmente quiere ahorrar tiempo, no se pase de listo: jamás aparezca ya con los impresos cubiertos, descargados de Internet en su casa, en la web de la autoridad competente. Haga lo que haga habrá perdido más tiempo aún. Algún funcionario –digo yo que con suerte habrá alguno de alta en todo el edificio-, más o menos amable, le razonará que esos impresos no sirven, y que debe cubrirlos de nuevo de forma manual. No, no intente discutir. Ni mucho menos se le ocurra preguntar que por qué razón se ofrecen en la web oficial del ministerio unos impresos que no son válidos. ¿No se da cuenta de que si eso funcionara como Dios manda, para empezar, el puesto de trabajo del que atiende esa ventanilla sería innecesario?

Está estadísticamente demostrado que cada seis ventanillas de atención al ciudadano aparece un cargo de nivel intermedio montado en un coche oficial y cobrando lo mismo que los seis funcionarios de las seis ventanillas juntas. ¿Y para qué toda esta maquinaria burocrática?, se preguntará usted. Le podría decir que algo funcionará mejor en el mundo después de que usted haya perdido varias mañanas haciendo cola en algún registro oficial, pero no resultaría creíble. Podría calmar su conciencia diciéndole que por cada impreso que usted deposita en una ventanilla pública, muere un gatito menos en el mundo, pero tampoco me creería. Así que lo único que puedo decirle es que si se siente más seguro en un sistema democrático lleno de fotocopias compulsadas y cuños oficiales es que ha perdido el juicio.

En un país en el que el uso del PhotoShop está tan popularizado y extendido que hasta lo manejan con destreza nuestros espías, nada que vaya impreso en un trozo de papel puede tener demasiada validez. Y de momento no hay ningún organismo público, de nuestra era, que haya decidido fabricar los libros de familia en piedra, o expedir documentos oficiales en bronce, o en cualquier otro material lo suficientemente pesado como para que no merezca la pena falsificarlo. Lo único que hace que no nos lancemos a falsificar a diario documentación oficial es que es un delito subrayado con bastante nitidez en nuestras leyes. El Estado acostumbra a mantenerle en tensión. Por un lado está la cola interminable, la ventanilla y las oficinas de los años 30 plagadas de máquinas de escribir amontonadas. Por otro, están las leyes, la policía, y unas multas que quitan el hipo. Y usted está en medio, muerto de miedo, porque algún inútil ha sellado su impreso sin mojar bien el cuño en la tinta, por lo que la coloración del sello está entre Pinto y Valdemoro. Entre lo legal y lo ilegal. O sea, entre firmar y marcharse, o tener que volver a la ventanilla inicial a que le vuelvan a poner los siete cuños de nuevo.

Cada vez que me encuentro con esas oficinas grises de techos altísimos, con esos funcionarios manejando el teclado del ordenador como si fuera un Airbus A380 en caída libre, escribiendo con el dedo índice de la mano derecha, me pregunto en qué narices se han gastando la pasta en los últimos cincuenta años toda la colección de Golfos Apandadores que han tenido el poder y la obligación de hacernos la vida un poco más fácil. Después abro cualquier periódico y comprendo perfectamente en qué se la han gastado. En todo, menos en cursos de formación y nuevas tecnologías.

 
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