El funcionariado

Para mucha gente, que España tenga tres millones y pico de funcionarios quiere decir que carga con tres millones y pico de vivales mantenidos. El chiste, espejo deformador pero espejo, ha afianzado el prototipo con la misma finura de matiz que ha venido aplicándose al vasco, por fuerza brutote, o al siempre cándido paisano de Lepe. Es así que el funcionario sabe contar hasta siete y entonces, a fuerza de costumbre, se trabuca y termina la decena lúdicamente con el descarte de sota, caballo y rey. Quien da esto por cierto con más veras que bromas, considera que el recorte anunciado por Zapatero en los sueldos de los empleados públicos significa menos una fría medida de austeridad que un acto honorable de justicia poética.

La inquina al funcionario es un lugar común tan potente como la aversión a la suegra o como lo fue antaño –y así pervive, estilizado, en los cuentos tradicionales–, el odio al lobo devorador del ganado familiar. Al fin y al cabo, subyace la idea de que los tres seres comparten un instinto predador que los hace muy antipáticos, suegra, lobo y funcionario. Entre estos dos últimos existe una relación conceptualmente estrecha: puesto que el hombre es un lobo para el hombre, Hobbes dio en teorizar sobre el Leviatán como primer gran tinglado estatal, necesitado de un buen número de servidores en nómina. De los postulados de Hobbes a los de Nozick, opuestos por completo, la valoración del funcionariado, de su estatus y pertinencia, han experimentado gran vaivén.

En nuestro país, el extendido recelo a la función pública, que alcanza su auge en épocas de crisis, tiene poco que ver con la influencia del ideario anarcocapitalista, o siquiera liberal. Acaso, para entenderlo, haya que aludir a dos fenómenos pedestres, complementarios y de intenso regusto autóctono. Pedestres, porque no atañen a construcciones teóricas sino a la experiencia cotidiana. Complementarios, porque no puede darse el uno si falta el otro. De intenso regusto autóctono, porque se basan en algo tan de aquí como son el disfrute inmoderado –y si se puede extemporáneo– del ocio y el cultivo minucioso de la envidia.

Ocurre, porque ocurre, sí, que ciertos funcionarios abusan del receso de media mañana, y todos hemos sufrido en alguna ocasión su flexibilísimo cuarto de hora para el cafelito. Dicho esto, creo que tan patente falta al sentido del deber no es mayoritaria, aunque aquellos casos en los que se produce resulten clamorosos. Y por otra parte creo también que se toman como excusa para generalizar, pero además en un sentido malsano: cuando se acusa a un funcionario de haragán, no suele censurarse su productividad escasa –algo que en España afecta también al sector privado–, sino que, casi siempre, quien expresa la queja desearía situarse en su lugar. La formulación habitual no es «qué poco haces», sino «qué bien vives». Casi siempre esta apreciación es exagerada, pero en fin, ahí están los procesos de selección de personal, que son abiertos. Menos lamentos, pues, y más presentarse a oposiciones.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato