Las guerras regionales impiden erradicar el hambre en el mundo

Solía mencionar la destrucción de cosechas por fenómenos climáticos, las restricciones a la importación de alimentos y el crecimiento demográfico. Este último punto fue poco a poco decayendo –a pesar de las presiones antinatalistas- ante las diferencias ostensibles de países de una misma área, pero con experiencias políticas diversas: cuando iban desaparecido dictaduras totalitarias y se derogaban políticas que restringían la libertad y la iniciativa de la gente, el problema del hambre entraba en vías de solución, siempre sobre la base de una cooperación internacional inteligente y generosa.

Por otra parte, la segunda revolución verde, basada en el desarrollo de la Genética, comenzaba a hacer posible que los alimentos crecieran más deprisa que la población del mundo, exceptuando como casi siempre el África subsahariana. Las cosechas de los cuatro grandes cereales (trigo, maíz, arroz y cebada) aportaban ya en 1999 unas tres mil kilocalorías diarias por persona, y cubrían las necesidades de energía, proteínas, fibra y varias vitaminas. La Biología molecular, a pesar de las inquietudes y resistencias, acabará imponiendo una tercera revolución verde que ofrece también soluciones a problemas medioambientales, derivados de una excesiva aplicación agraria de productos químicos nocivos.

Desde entonces, y sin minimizar los problemas relacionados con el cambio climático o el déficit de agua potable en tantos lugares del mundo, la ONU acaba de aplicar una buena ración de realismo, al señalar la causa principal del hambre en el mundo: las guerras

David Beasley, director del Programa Mundial de Alimentos desde 2017, advierte que el hambre y la malnutrición están aumentando: sintetiza su opinión en una entrevista al diario Le Monde del 11: “El hambre es la peor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial”.

El antiguo gobernador de Carolina del sur reconoce que el número de personas que pasan hambre ha ido disminuyendo progresivamente, mientras aumentaba la población mundial: de mil millones veinticinco años atrás a 777 en 2016. Pero vuelve a aumentar por primera vez en mucho tiempo, hasta 815 millones de personas en cifras absolutas, como también en situaciones agudas de carencia: de 80 a 124 millones. Y ese incremento no depende del cambio climático: las hambrunas se deben a las guerras.

Ilustra su tesis con algunos datos significativos: el 60% de los afectados vive en zonas de conflicto, y el 80% de los presupuestos del Programa Mundial de Alimentos se asigna a zonas de guerra. Más del 50% de la ayuda humanitaria mundial en 2017 se destinó a cuatro países: Siria, Iraq, Yemen, Sudán del Sur. Estos países reducen las posibilidades de ayudar a otras áreas del mundo, como los países del Sahel.

Como señalaba The Washington Post el día 13, en alguno de esos lugares, Estados Unidos tiene una responsabilidad directa. Concretamente, cuando la atención mundial se centraba en la cumbre con Corea del Norte, lanzó con sus aliados una ofensiva militar potencialmente catastrófica en Yemen, un país que sufre ya la peor crisis humanitaria del mundo: tropas lideradas por los Emiratos Árabes Unidos y respaldadas por aviones de Arabia Saudita intentan apoderarse de la ciudad portuaria de Hodeida, en manos de las fuerzas hutis. Como el 70% de los envíos de alimentos y ayuda a Yemen pasan por ese puerto, las Naciones Unidas y las principales agencias humanitarias señalan las consecuencias nefastas que tendrá para los 22 millones de yemeníes que dependen de asistencia externa, incluidos 8 millones al borde de la hambruna.

Por otra parte, tras sus derrotas en Siria e Iraq, el llamado Estado Islámico, se está moviendo en diversos países africanos –a través de Boko Haram o Al-Qaida-: utilizan la penosa realidad del hambre como herramienta de reclutamiento, y se infiltran en olas de emigración hacia Europa fomentadas directamente. Por eso David Beasley insiste con razón en la necesidad de que los líderes mundiales comprendan la urgencia de la seguridad alimentaria en el planeta: deben comprometerse en “poner fin a las guerras, como en Siria o Yemen, e invertir en el desarrollo de África. De lo contrario, los extremistas tendrán la fórmula perfecta para desencadenar nuevos conflictos y nuevas migraciones”.

 
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