No hace falta que pagues más la cuenta

De entre las imágenes de mi infancia, la que reservo para la más negra de mis pesadillas es la de una sombra oscura llevando en brazos a una muñeca rota: Irene Villa. Con el paso del tiempo, las flores se marchitan, pierden luz y frescura, esa altivez que les presta el color y ya no sienten el agua de lluvia. Con Irene ha pasado lo contrario. Si su vida estaba destinada por entonces, a disfrutar sus doce años entre combas, juegos y las primeras miradas de reojo de los muchachos, la injerencia de los hijos de p... de ETA la quiso convertir en sangre derramada, rencor y sueños rotos. Pero, mira por dónde, se equivocaron. Y, al cabo del tiempo, de los años, hemos descubierto que de aquella crisálida nacía un duendecillo alegre. Y es que Irene brilla siempre, caigan chuzos de punta, o levante areniscas el viento de poniente. Las sanguijuelas de ETA quisieron abreviarle la sonrisa, y en cambio nos la convirtieron en una Campanilla reincidente. Allá, los malos, con su mirada torva y su carne podrida, hablando galimatías de nosequé países y pendejos. Aquí, ella, con su capita roja, sorteando el hacha y la serpiente, animando el cotarro. Una niña herida por los hijos del odio se ha transformado en una mujer que se siente en la obligación de visitar a los presos en la cárcel, para hacerles ver que están en el error. En una mujer que se pasa la vida (su única vida) susurrando a los oídos de quienes, como ella, han sufrido la sinrazón del Terrorismo, que no todo se acaba, que es bonita la existencia y que ella es el piso piloto que lo demuestra. A Irene le arrancaron las piernas y media mano, pero el buen Dios le prestó un corazón del tamaño de una plaza de toros, en plan mejora de la serie, y así funciona: camina por la vida con su chispita de luz, alumbrando rincones, tirando de la manta y de las tribunas donde se esconden los feos y falsarios, los malos. Con voz queda, en susurros que no se los lleva el viento porque el oro pesa. Hace unos días, hubo quienes pedían huir de vencedores y vencidos. Hace días hubo un Egibar que hablaba de un “partido político con métodos modernos”. Y lo malo es que toda esa sarta de gilipolleces se la creerán y la repetirán en privado; como si lo viera. A éste último, y otros tantos tontos que nos toca soportar en estos tiempos, yo les prepararía una cita con ella, con mi niña. A tomar un cafelito con porras, por ejemplo. Y, entonces, ella les diría cosas dulces o duras, como tuviera a bien. Me gustaría que la vieran sonreír sin trabas, que se hallaran de pronto ante sus ojos de fuego y pan de trigo, que le oyeran contar que tenía sólo doce años, una mañana fría, en el coche, cuando iba al colegio, con su madre. Que le aguantaran contar, con pelos y señales, sus años de hospitales. Que tomaran nota del recuento de todas las heridas -una a una-, pasando por su cuerpo y por su alma. Que se dejaran mostrar lo mucho que ha costado tenerla tan contenta entre nosotros. Que aguantaran firme que ella les explicara lo que vale un peine y les sacara el azufre y la mierda que albergan en la boca. Yo dudo que tuvieran pelotas suficientes. Irene intentaría pagar el desayuno.

 
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