Las hijas del Doctor Albert (I) – Un cuento de verano

A todo el mundo le gustaban las hijas del doctor Albert pero yo era adolescente y estaba convencido de que a mí me gustaban mucho más. Me gustaban tanto como para no hablar durante las comidas, tanto como para dar paseos solitarios por la playa o para que el pensamiento se elevara del libro de matemáticas a la contemplación de los afectos. Repasaba sus nombres cada noche: Clara Albert, Ana Albert, y mi sueño comenzaba por sus diademas blancas y por sus pantalones cortos, atravesaba la luz de los veranos, la lluvia en su ciudad, y acababa en un mar interminable, en un jardín remoto donde estaríamos riendo y persiguiéndonos y tomando fresas con nata para siempre. Mi corazón era grande: en mi sueño, cabíamos los tres.

A mediados de julio, las hijas del doctor Albert estaban tan morenas que uno no podía más que perdonárselo. Para entonces, ya habían sido muchas horas de club y de playa, de aire libre y de piscina, desde que a primeros de mes salieran del coche mientras Coco –el labrador blanco- daba brincos y yo miraba y no miraba apoyado en el balconcillo del hotel.

Aquella tarde las comparé con mi recuerdo y pensé en el itinerario que habían hecho de la promesa al esplendor: primero fueron las gemelitas, luego las nenas o las niñas; últimamente, las hijas del doctor Albert. En cualquier momento pasarían a ser Ana y Clara, Anita y Clarita –tal vez- para los íntimos. La primera noche me las encontré en una terraza: jugaban con las chanclas, comían cucuruchos de limón. Habían crecido.

***

- ¿Has visto? Ya han llegado tus vestales.

Mi primo Ramón era el primo tonto que tiene todo el mundo y yo le respondí algo pero -en lugar de voz- me salió un gallito. El amor quizá se me notara como si fuera un herpes aunque por suerte mi madre en ese momento no miraba. Ramón y yo pasábamos juntos todo el día y llegamos a tener una relación bien compensada: él me despreciaba por pequeño; yo le despreciaba por tonto y me temo que por muchas cosas más.

- A ver qué se inventa este año el fantasmón de Albert, dijo mi padre, sin alzar los ojos de la sopa de pescado. ‘El verano pasado fue la lancha’.

En la mesa había dos gazpachos y dos sopas y muchos motivos para odiar a los Albert. Mi primo Ramón era pobre y les odiaba por ricos. Mi padre les odiaba porque el doctor Albert era un traumatólogo de fama y él un médico de cabecera, porque el doctor Albert tenía casa con piscina y nosotros dos cuartos del hotel y -ante todo- porque años atrás habían tenido una discusión al jugar una partida de dados que -característicamente- perdió mi padre. Mi madre odiaba a los Albert porque las niñas estaban en un colegio inglés y porque no se las veía en misa los domingos. A esto había que añadir que las niñas Albert no tenían madre y -según los comentaristas de la playa- pasaban demasiado tiempo solas.

- Lo último es ya lo de las motos –apuntó Ramón.

 

- Una cosa es tener dinero y otra hacer ostentación –concluyó mi madre.

Y yo era el adolescente que se juraba a sí mismo aprender a montar en moto o perecer.

***

Si los demás tenían teorías sobre las niñas Albert, yo por lo menos tenía observaciones. A las ocho de la mañana, el doctor Albert –gafas verdes y pantalones blancos- soltaba a Coco, abría la puerta del jardín como un triunfo y caminaba hasta el puerto para salir con su lancha traída desde Italia. A las nueve, yo tenía que ver cómo se levantaban dos persianas –Ana y Clara- antes de correr primero al desayuno y luego al tenis. A la tarde, fingía estudiar en la mesa del balcón y de cuando en cuando me inclinaba a fumar sobre la barandilla para que se me revelara la gloria ajena –tan cercana, tan lejana- del jardín: el doctor Albert con sus dos hijas, rodeados todos de revistas y periódicos, tumbados sobre tumbonas de madera hasta que las niñas se levantaban para hacer una tanda de largos o el padre les hacía un gesto con los dedos para pedir una copa. En el agua, el doctor Albert -tipo admirable- las perseguía para hacerles aguadillas. Debían de tener un pick-up en el porche y alguna vez las niñas bailaban por turnos con el padre hasta terminar los tres en un abrazo. De noche, si no íbamos al cine o a dar una vuelta por el barrio de los pescadores, veía encendidas las luces del salón y después las luces de los cuartos, mientras me imaginaba cuál sería de Clara, cuál de Ana, qué razón había para que una apagara a los cinco minutos mientras la hermana aún tardaba una hora en apagar. Y me perdía entre mi cigarrillo y mis pensamientos sin dar nada por cierto, como tampoco sabía si era cierta esa leyenda según la cual las Albert eran distintas porque una -Ana o Clara, qué más daba- tenía un lunar en un costado.

Ritualmente, esperaba a que apagaran la última luz para irme yo a la cama: entonces volvía al mundo real con el olor de las zapatillas de mi primo pero bastaba con cerrar los ojos para sentir no sé qué conexión de cuarto a cuarto y de sueño a sueño, y volver así a un jardín remoto, a un mar interminable…

***

Un escudo con dos raquetas cruzadas marcaba la diferencia entre la vida real y el extrarradio social con el simple gesto de poder o no poder entrar al club de tenis. Había incluso una pista de hierba para quien pudiese pagarla. Desde luego, Ramón y yo no nos podíamos pagar más que una coca cola en la terraza del bar: mi padre cumplía con la cuota del año para que jugáramos un mes pero mis sentimientos eran tan precarios que a cada momento temía que el conserje viniera –‘a ver, tú y tú’- para echarnos a la calle. Era otro contraste de dolor con las nenas Albert, que se movían por aquí y por allá con esa naturalidad de quienes creen merecerlo todo. Nosotros jugábamos de diez a doce y las Albert de doce a dos pero yo siempre sabía dónde estaban: cuando no las oía, el viento me las acercaba en un olor a gominola, toalla limpia y Ambre Solaire.

Si jugar mal al tenis era cosa de pobres, Anita y Clarita tenían un tenis de mucho dinero y alta escuela, cada golpe bien definido dentro de la idealidad anatómica: revés liftado, derecha poderosa, subidas a la red sin que la carrera pareciese una desesperación. Un gran imperio. Tantas mañanas de club de tenis les habían dejado varios premios de dobles y de dobles mixtos –ay- en su provincia. Todavía, si el paraíso fuera una contemplación, volvería a esa plenitud de mediodía, al rumor de aperitivo en la terraza, a la vista de las niñas con sus polos blancos y sus calcetines también blancos y un acabado de caramelo por las piernas semejante a la pincelada de un croissant. Las niñas volvían en moto a comer, echando una carrera, cruzando de carril, entre risas locas, como una libertad salvaje, y todo el bar se quedaba con las ganas de que entraran -siquiera una vez- a tomar algo.

De haber sido torero, les hubiese brindado un toro pero sólo podía dedicarles el homenaje de un caballito con la bici al pasar frente a su puerta cada mediodía. Chico orgulloso, estaba dispuesto a aceptar un verano con final a cambio de un amor con correspondencia.

***

Ni siquiera para el enamorado adolescente todos los días son tormenta pero los días de bonanza le suelen coger desprevenido, y yo me fui a Ulloa a comprar castañas heladas con la camiseta más vieja y con el traje de baño mojado todavía. A mi madre le gustaba engolosinar –con castañas heladas o con trufas- a las tías presumiblemente millonarias de mi padre.

A las dos y media de la tarde, Ulloa era un ir y venir glorioso de comidas para llevar, de las rabas de calamar bien doradas al mejor salpicón de la provincia, del marmitako a las rodajas –grandes como soles- de merluza a la romana. Las cosas eran así: si alguien decía que las anchoas eran excelentes, se le explicaba que eran de Ulloa y todo el mundo lo entendía.

Creo que mi madre odiaba Ulloa por fatalidad o por necesidad pero ella alegaba que una vez, años atrás, le habían vendido un soufflé que estaba fofo. Mi madre no entendía que, si uno no gozaba del privilegio gratuito de ser bien tratado en Ulloa, la única posibilidad de mantener un cierto estatus era soportar no ya los precios –abusivos- sino el trato de brusquedad que nos dispensaban a unos mientras a otros, como los Albert, les sonreían. De nuevo, toda mi familia odiaba Ulloa en tanto que yo buscaba cualquier excusa para entrar, como si creyera que el maltrato era inherente a las elegancias de aquel sitio, o al menos su peaje. Tan selectas, mis tías abuelas sabían que no era lo mismo que las castañas heladas fueran de Ulloa o no lo fueran: había algo en la blonda y el papel, en la tradición y el prestigio. El conservadurismo pardo de mi madre transigía.

En la barra, los hombres se bajaban botellas enteras de vino blanco helado, bebían cervezas que salpicaban espuma mientras sus mujeres –de amplio empaque- guardaban cola ante los mostradores como un oleaje de ansiedad. Cogí número y permanecí en el medio de la masa, agitado por las voces, zarandeado por señoras de complexión circular con unas tetas que –prácticamente- podían voltearte. Y mientras ganaba y perdía posiciones -voces aquí, tetas allá- el espesor de lo humano me plantó detrás de la coleta de una Albert y por unos momentos no sabía si era el ser más feliz o infeliz de la tierra pero sin duda creía ser el más nervioso. Ana o Clara, qué más daba: la niña Albert llevaba el traje de baño por debajo la camiseta, y tuve el pensamiento de soplarle suave-suave por la nuca, y al instante me avergonzó mi pensamiento. El encargado le iba sacando las bolsas del pedido:

- A ver, vamos a ver…aquí las croquetitas cóctel… aquí la media de empanada… el jamoncito… eso es, eso es…y esta es una botellita de Rioja para el doctor… se la he metido en la nevera, ¿eh?, que sé que a él le gusta fresco.

La niña Albert iba cogiendo bolsas y más bolsas con las dos manos y sacó un billete doblado para pagar. Yo era todo lo intuitivo que puede ser un animalón de quince años pero para mí que otras veces la había visto –Ana o Clara- más contenta.

- Oye, ¿y hoy no tenéis al chico que lo lleve?

- Se le ha puesto la madre mala, hija… iría yo, pero mira como estamos… si es que no nos dejan respirar.

El encargado hizo un gesto en dirección a la mélée.

- Pues a ver cómo llevo esto yo sola…

Y mientras me temblaba de las entrañas a la boca la frase ‘yo te ayudo’, el encargado me lanzó su dedo índice:

- Pero mira, seguro que este chico de aquí te lo lleva encantado…

… y la mirada de los ojos más grandes de la tierra, y el dedo charcutero y el estrépito de las voces de Ulloa giraban o se detenían sobre mí –sobre mi camiseta vieja, sobre mi traje de baño mojado-, y yo tuve que buscar la raíz de masculinidad, el legado testicular de generaciones y generaciones de hombres que habían amado o raptado a generaciones y generaciones de mujeres para mantenerme en la mirada y poder decir:

- Te lo llevo encantado.

La niña Albert me sonrió como un escaparate se ilumina. Ni siquiera se había dado cuenta del gallito.

***

- ¿Vivís dónde, vosotros?

- Vivimos en Madrid.

El verano del norte me estaba castigando con cuarenta grados de temperatura y un noventa por ciento de humedad.

- Eso ya sé, hombre. Me refiero aquí.

- Ah, aquí.

A la temperatura y la humedad había que añadir el plástico sudoroso de las bolsas y mi propio nerviosismo. Estaba a punto de licuarme. A mi diestra, la nena Albert se colocaba y se volvía a colocar –bendito viento- una guedeja entredorada.

- ¿Quieres que te ayude?

- No, no. He dicho que te lo llevaba yo. Estamos en el hotel Playa Noguera.

Y, como un hotel no era lo mismo que una casa, me apresuré a decir que era muy cómodo.

- Anda, pues nosotras estamos al lado.

Sonreí. Confesé.

- Desde mi cuarto se ve vuestra piscina.

La Albert giró para mirarme todo el cuello. Era una batalla desigual pero le devolví la mirada.

- Tenéis la casa más bonita de la playa.

- Es lo que dice mi padre…

Y, al instante:

- Cuidado, cuidado.

Se me venía encima un autobús: quizá es que, pese a todo, iba caminando con una nube en cada pie. La miré como un perrillo:

- Gracias.

Hubo un plazo de silencio –qué hacer, qué decir- pero era un silencio pacífico, habitable. De pronto, la niña Albert puso una cara muy golosa:

- En casa te llamamos el mirón de las seis.

Contrariedad. Consternación.

- No salgo a mirar. Salgo a estudiar.

- Era broma. A mí me da lo mismo que me miren.

Pese a todo, vi necesario hacerme aún el ofendido.

- ¿Tú fumas, no?

- Fumo muy poco. Cuando estudio.

- Un día podías enseñarme.

- ¿Cómo que enseñarte?

- Enseñarme a fumar.

Volví a sonreír.

- Cuando tú quieras.

Y como no quería que nada decayera, le dije por decir algo que yo fumaba un tabaco muy bueno pero muy caro, y al momento me di cuenta de que había hecho el comentario que iba a estropearlo todo.

- Le puedo coger uno a mi padre. No creo que se dé cuenta.

- No, hombre, no. Yo siempre tengo. No sé por qué te he dicho eso.

- ¿No tienes paga, tú?

- Paga no.

-¿Entonces?

- Les voy pidiendo y ellos me dan.

- Es mejor tener paga.

- Ya, no sé... supongo.

Llegamos a la puerta de su casa y al final no sabía de si de mi desgracia o mi ventura. Coco hizo fiestas a la niña y acto seguido me colocó –chof- sus narices en los huevos.

- Coco, quita ya… Mira, esto lo ponemos en el porche, que creo que va a estar todo el mundo.

Entré avergonzado, con sentimiento de mozo, y el doctor Albert se levantó para decirme ‘hombre, hombre, muchas gracias, aún quedan caballeros’, como si me hubiera comprendido el sentimiento. El ambiente estaba confuso, de cumpleaños o de fiesta, mucha gente, y la otra niña Albert me dijo si quería tomar algo y le dije que no con la garganta seca, y no insistió sino que se levantó a coger platos, y mirando a ningún sitio pude ver que en la casa había muchos diplomas o muchos cuadros y muchas figurillas entre lo macabro y lo moderno. Y ya había dejado las bolsas e incluso las había abierto cuando me vi paralizado, sin nada que hacer, quizá con ganas de quedarme o por lo menos de que me despidieran.

El doctor aún quiso darme un billete de mil pesetas para que me tomara ‘una cerveza’ por ahí y yo se lo rechacé cerrando los ojos como un chino; la primera niña Albert me esperaba en el pasillo y eso me apremiaba. El doctor me preguntó que si iba al club de tenis y yo le dije que era socio como una protesta del orgullo, y entonces dijo que por qué no jugaba un día al tenis con sus niñas –‘¿verdad, niñas?’- y ellas dijeron que sí sin enorme entusiasmo, y yo dije que sí refrenando mi entusiasmo, y sonreí y sonreí porque ese día era un día de bendición y de felicidad solar y de bonanza.

- Muchísimas gracias. Me has salvado la vida.

- No ha sido nada.

- No me has dicho tu nombre.

- Me llamo Pablo.

Tenía la voz muy brusca y sonó ‘me llomo poblo’.

La niña puso la cara entre la hoja de la puerta y el dintel y me inundó el pecho con una mirada y algo así como un aleteo de los párpados.

- Adiós… Pablo.

- Adiós.

Al cerrar la puerta me di cuenta de que no le había preguntado su nombre pero –Ana o Clara- qué más daba. Era el chico feliz que corría –como una moto- a comprar un kilo de las castañas heladas de la prestigiosa casa Ulloa.

***

Eran exactamente las seis y once minutos de la tarde de aquel día –según mi reló Casio- cuando una niña Albert me saludó desde su piscina a mi balcón. Le devolví el saludo y al instante me saludaban ya las dos, primero con el brazo, luego haciendo amplios gestos para imitar cómo fumaba, cómo echaba el humo... Se empezaron a reír... unas pavas. Me metí para mi cuarto y me dejé caer sobre la cama. Sonaba el mar, la tarde se nublaba y yo estaba a la vez contento y triste.

...SE CONTINUARÁ...

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