Las hijas del doctor Albert (V) - Un cuento de verano

Para entonces ya sabía que en el ventanal de Casa Goyo no había monstruos abisales sino bonitos, rapes, nécoras, merluzas con limones en las fauces y un enorme acuario con langostas en el que seguían dando ganas de meterse. La colonia de los veraneantes elegantes había hecho de Casa Goyo una referencia de autenticidad tolerable y los pescadores habían emigrado a otros sitios a beber su coñac y fumar sus cigarrillos negros. Los precios del local habían crecido conforme había cambiado su prestigio, del mantel de papel al mantel de tela, de los hombres solos a las familias de Madrid o de Valladolid con niños muy educados y muy rubios y niñas a las que de pequeño hubiese tirado con gusto de las trenzas. No faltaban las viudas retiradas a sus predios norteños, esas viudas que comían solas y recibían un trato no bueno sino prácticamente cariñoso en razón de la confianza o -tal vez- de las propinas. Casa Goyo también era el sitio para ver a los señoritos del lugar que ocultaban la vida nocturna tras las gafas de sol y que pedían raciones y raciones de almejas para pasar luego la tarde jugando a las cartas, entre risas y blasfemias y nubes de puro. A mí me fascinaba Casa Goyo.

Sí, a mí me fascinaba Casa Goyo cada vez que mi padre nos llevaba a celebrar allí su cumpleaños y mi madre y él compartían con extática lentitud una centolla. Era, solía ser, una ocasión de felicidad y solemnidad, una última alegría en la esquina de agosto con septiembre: para mí, todo venía a concretarse en el silencio de reverencia ante la carta, el culín de vino blanco y el milhojas que condensaba todas las dulzuras del verano o al menos ponía un contrapunto azucarado al amargor de su final. Algunas veces, por la tarde, los empleados sacaban a la puerta al propio Goyo, tan anciano que parecía ya inmortal, sentado en su silla de ruedas y vestido con la chaqueta del pijama. Los clientes más viejos le tomaban de la mano, al pasar por la calle, y él se quedaba mirando inconcretamente al cielo con la boca abierta hasta que un alma de bondad venía a limpiarle las babas.

Hola, señores… ¿Martín, verdad?... Martín.

El restaurante estaba lleno, había ruido, olía a humo y a guiso bajo las maderas casi blancas. El camarero jefe tachó la reserva en el cuaderno.

Martín, Martín, sí.

Vamos a ver… un momentito… A ver, Raúl… cuatro para la catorce…

Muy amable.

Sí… por aquí, si me acompañan…

En la mesa, mi madre sacó las gafas para ver la carta y señaló –poco más allá- la presencia de Maite y Gela Salas, dos solteronas muy permanentadas.

 

Pues menuda mesa nos han dado –comentó mi madre.

Está todo muy lleno… es natural –subrayó mi padre.

Es lo que nos pasa por venir en domingo –cerró mi madre.

Ramón y yo vestíamos camisas de rayas, pantalones largos y zapatos negros limpios a conciencia. Aquel día, por primera vez, el camarero me alargó una carta y estudié con detenimiento la lista de los precios.

Papá…

Qué.

¿Puedo pedir langosta?

No.

Mi padre aconsejó a todos y pidió por mí y entonces comenzó ese otro ritual de año a año de entregarle los regalos, de que los abriera con una cara de emoción rebajada por la ironía, sólo para dejar escapar una sonrisa y por último –extrañamente- ponerse un poco taciturno, como si estuviera disconforme o como si hubiera esperado algo más. Mi propio ritual consistía en regalarle algo a lo que yo mismo pudiera dar uso de inmediato: en este caso, la reproducción a escala de un B-52. Ramón le regaló ‘El hombre de Odessa’, una novela de espionaje –‘es muy buena, han hecho una película’- y mi padre prometió que se la iba a llevar a la playa cualquier tarde.

Mamá, ¿y tu regalo?

Tu madre ya me ha hecho un buen regalo –contestó mi padre, mirándola a ella.

¿Y…? ¿qué es, dónde está?

Después os lo enseño. Ramón, quita el pan…

No, venga, ahora…

Luego –dijo mi padre.

Qué curiosón eres, eh, hijo –concluyó mi madre.

Es un reló…-insistí.

No.

Una pluma…otra pluma.

Que no. Anda, no seas pesado.

Y me eché hacia atrás en la silla y el mozo llegó con una fuente humeante de almejas a la marinera, abriéndose paso entre el ruido. Cuando mis padres ya rompían con toda concentración las primeras patas de la centolla, Ramón luchaba con un lenguado y yo era todo lo fino que podía haciéndole la disección a mi dorada a la sal.

Te tenías que haber tomado un buen filete – me dijo mi madre.

Pero si a mí el pescado me gusta – respondí.

A mí sí que no me está gustando– terció Ramón, con cara de asco, sacándose una espina.

Es que eso es muy poco. Luego te compras un bocadillo para el viaje. ¿Qué coges, el de las seis, no? – preguntó mi madre.

Sí.

Pues luego os vais pronto que va a haber mucho lío.

Mi madre se puso inevitablemente sentimental, quizá por el marisco, y le acarició a Ramón en una oreja:

Me da pena que te marches…

Ya… a mí también.

Y a mí –repuse yo, sonriendo a lo pillo.

Mi padre se limpió las manos frotándose con una toallita, con su perpetua cara de estar ajeno al mundo o al menos a nosotros aunque se notaba que Casa Goyo le daba una cierta placidez.

Bueno. Pedimos algo de sidra, ¿no?

Yo no voy a tomar - dijo mi madre, mientras Ramón y yo conteníamos el ‘sí’ pero hubiésemos podido aullarlo.

Bueno, un poco sí pediremos, ¿no?

Y cuando la sidra achampañada trepaba por las copas, me acordé del regalo de mi madre pero tuve que esperar al brindis –‘que lo celebremos muchos años, si Dios quiere’- para decir:

Bueno, bueno, ¿y el regalo de mamá, qué pasa?

Sí … de eso iba a hablar ahora.

¿Qué pasa… tantos misterios?

No pasa nada, qué va a pasar… es una buena noticia. Una noticia muy buena…

Yo al menos le escuchaba atónito, mi padre era hombre poco dado a la solemnidad. Miró a mi madre; estaban cogidos por el brazo. Habló.

El año que viene, si Dios quiere, ya vamos a venir a nuestra propia casa…

Mi padre guardó silencio para que el efecto cundiera. Nos quedamos callados, Ramón y yo; mi madre agachó la vista; poco a poco empezamos a sonreír…

Y podrán venir también la tía y la prima María y… bueno, la están construyendo ahora… pero sácalo, mujer…

Estaba emocionado, mi padre.

Va, va – mi madre apartó su mano del brazo de mi padre y se puso a buscar en el bolso para sacar al final un folleto, una carpetilla.

Lo abrió para que lo viéramos. ‘Residencial Costa Norte’.

Está un poco más allá, en la playa de Ucena… tiene piscina y cancha de tenis…

¡Cancha de tenis! –dijo Ramón.

¿Y vamos a tener cada uno nuestro cuarto? –pregunté.

Sí… hay cuatro dormitorios, dos baños…

¿Y cuándo vamos a ir a ver la casa? – pregunté otra vez, pero más ansioso.

Que no, que la están construyendo –dijo mi madre-; la entrega es en mayo.

Pero podemos ir a ver las obras –comentó mi padre.

Genial.

Tiene una zona común…

La verdad es que parece enorme… son clavadas a la del doctor Albert, en el dibujo.

Qué se van a parecer –dijo mi madre.

Claro, tienen un aire pero vamos, no son tan grandes. Es un complejo residencial –mi padre hablaba ojeando el folleto.

Tampoco es tan enormemente grande la de Albert… -dije, enormemente imprudente, ay.

Sí lo es –Ramón hacía todo por llevarme la contraria.

No lo es.

Sí.

No lo es, listo, porque yo he entrado… parece más grande por fuera que luego por dentro…

¡Anda, anda…! O sea que has entrado, eso no lo habías contado tú…

Seguramente enrojecí y ciertamente aparté la vista, y se hizo un pequeño silencio pudoroso, mientras Ramón sonreía con aire de victoria y mis padres preferían no preguntarse qué pasaba.

De todas maneras –siguió Ramón-, se les va a quedar pequeña la casa si están todo el día ahí las niñas con los novios… si es que siguen el año que viene, que esa es otra.

¿Pero qué novios? –dijo mi madre.

Hombre, qué novios, los de las hijas, los chicos estos que estaban con ellas todo el día…

Qué dices –siguió mi madre-, hombre, qué dices… ¿Los altos? Esos son unos primos ingleses, pero vamos, que no es que sea la primera vez que vienen… Si creo que están en Ucena, precisamente.

¿Primos? –pregunté, todo garganta.

Son de la hermana de la madre –explicó mi madre-, que vino el año pasado, una señora con muchos aires…

Si tú lo dices… - Ramón defendía su causa.

Les sacan como diez años a las hijas…Novios, ¡vamos! … -cerró mi madre, conocedora de todo el ‘Hola’ que generaba la playa.

Y mi padre, cansado de esos mismos rumores de playa, llamó al camarero para pedir la cuenta.

Ramón y yo nos adelantamos al volver; mis padres caminaban detrás, por el paseo, del brazo, muy lentos, casi melosos… casi mayores. Quizá era característico del egoísmo adolescente que a mí me importara más estar cerca de las Albert que estar en casa propia. Pero la casa del futuro y los primos de las niñas estaban entre las cosas que Ramón y yo callábamos al caminar en silencio hacia el hotel.

...se continuará...

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