Ese impertinente aparato que amamos

Antes, cuando no había teléfonos móviles, vivíamos mejor. Digan lo que digan. Uno se enteraba de las cosas donde se tenía que enterar: en casa o en la oficina. Ningún impertinente aparato interrumpía un café o una tarde playa. En circunstancias normales, nada perturbaba, por ejemplo, esa colección de momentos del día dedicados al arte del aseo personal. Los tiempos muertos de la jornada –el transporte público, la sala de espera del dentista o la cola de Hacienda- los aliñábamos con una lectura reconfortante o reflexionando sobre el concejal de turno, el ruidoso torno o cómo llegar a final de mes.

Tampoco publicitábamos nuestra intimidad, manteniendo conversaciones privadas en lugares públicos. Nos importaba un pimiento la cobertura. No dependíamos de un enchufe y un cargador. No tecleábamos telegramas absurdos de forma compulsiva. No contratábamos planes de verano que permiten hablar cien minutos al día con otra persona, porque, sinceramente, nadie normal tenía tantas cosas que contar, ni tanto tiempo que perder. No nos bajábamos “logos” y “melodías”. Y no nos dejábamos timar tan fácilmente por concursos amañados de la tele o Internet. No atendíamos tantas llamadas de gente desconocida –no siempre agradables- que nunca se atreverían a llamar a casa.

Sería injusto no reconocer algunas ventajas de este aparato. Las vidas que ha salvado –aunque también ha segado más de una...-, los viajes de la tienda a casa y de casa a la tienda que nos ha ahorrado, los amigos que nos ha ayudado a conservar o el dinero que, en algunas ocasiones, hemos logrado ahorrar.

Pero, sobre todo, antes del teléfono móvil, no éramos tan horteras. Cuestión altamente importante para el porvenir de una sociedad moderna. Y es que antes el teléfono de casa sonaba con un “ring” y los primeros móviles –más bien “zapatófonos”- sonaban con repetidos “pi pi pi”. Pero hoy, en este aspecto, hemos perdido los papeles.

Tengo un amigo que siempre que hablamos de teléfonos móviles o situaciones comprometidas me cuenta la misma historia. Cierta y espeluznante. Una familia y sus más íntimos amigos acudían al entierro de una señora tristemente fallecida horas antes. Entre los llantos y ese frío silencio que invade tan arduos momentos sólo destacaba el ruído de la espátula del albañil al cerrar el nicho. En ese momento, desde un bolsillo del mono azul, el móvil del operario comenzó a sonar. Para desconsuelo definitivo de los asistentes, este inoportuno personaje, se había bajado días antes una nueva canción para su teléfono: “La cucaracha, la cucaracha ya no puede caminar....”. Las reacciones fueron variadas. Los más afectados se vieron sumergidos en un dolor aún mayor y los más frívolos no pudieron evitar una leve carcajada. Esa inoportuna risa estúpida e incontenible que surje siempre en el peor momento hizo pasar a alguno de los asistentes el peor rato de su vida.

Conocidos estos terribles hechos, deberíamos reconsiderar un poco nuestra relación con el teléfono móvil. ¿Cuántas veces Paquito El Chocolatero, los gritos de El Fari o el “¿Qué pasa Neng?” nos han hecho pasar una inolvidable vergüenza en conferencias, en oficios religiosos o en el cine? Cuando uno elige una melodía para el teléfono lo suele hacer sentado pacíficamente en un sillón de su casa. Pero conviene recordar que el móvil nunca suena en esas circunstancias, sino en sitios mucho más inoportunos.

Aquel albañil se merece el bochorno que tuvo que sufrir, por la horterada supina de poner la melodía de La Cucaracha en su teléfono. Pero al margen de esto, la familia tenía derecho a un entierro digno y respetuoso. Así que invito a los lectores a que hagan un esfuerzo por la discrección y el buen gusto y frenemos entre todos esta nueva lacra de cursilería y mala educación que se cierne sobre nuestras orejas. Están a tiempo, escapen de los tonos polifónicos.

 
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