La incuria

Luego, que si tal. La falta de celo es algo que en España asoma por doquier. Allá va un caso concreto. Durante el martes, miércoles y jueves de esta semana han hecho los alumnos de Castilla y León la Selectividad. Como vocal de centro, he asistido a la primera media hora de los exámenes de casi todas las asignaturas. En el de Filosofía, la opción A incluía un texto de Aristóteles; la B, uno de Nietzsche, extraído de Sobre la verdad y mentira en sentido extramoral (sic, con un artículo presente y otro ausente: ya el encabezamiento delataba rigor escaso).

Pues bien, este texto ocupaba diez líneas y media. Repito: diez líneas y media. Con un cuerpo de letra normal, no microscópico. En esas diez líneas y media había no una ni dos, sino tres erratas. Acerca del mentiroso afirmaba Nietzsche: «Si hace esto de manera interesada y que además ocasiones perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él». Después hablaba de «las consecuencias agradables de las verdad» y de las «verdades susceptibles de efecto perjudiciales o destructivos». Dos eses de más y una de menos.

Ya, ya, que no es para tanto. Que aun así el texto se entiende perfectamente. De acuerdo, aunque la primera errata podía causar algo de confusión. De hecho, una alumna cuya lengua materna no es el español, extrañada por esa disparidad de personas gramaticales, levantó la mano para preguntar a uno de los profesores encargados de vigilar el aula si no había en aquella oración algo raro. Y tanto que lo había. Lo que no tiene explicación posible, aparte de la incuria, es cómo llegan a colarse esos gazapos en unos textos que deberían salir impolutos, aunque solo fuera por ejemplaridad académica. ¿Con cuánta antelación se preparan? ¿Cuántas personas forman la comisión encargada de seleccionar los fragmentos de los autores? ¿Cuántos ojos supervisan el resultado final?

Aunque se supone que todo va muy meditado, muy colegiado y muy filtrado, la presencia de esas erratas hace sospechar que en realidad la cosa funciona de modo distinto, en plan «bueno, Joaquín, entonces te encargas tú, ¿no?». Y Joaquín, la víspera por la noche, «ostras, ostras, ostras, tú, lo del examen», deja la cerveza a medio beber, se despide rápido de sus amigos, llega a casa, hace un cortapega con lo primero que encuentra en Google sin siquiera leerlo y vuelve al bar, que todavía están estos apurando la penúltima. Infundios, sin duda. Digo que es lo que parece.

Esto otro que viene ahora no parece, sino que es. Decía más arriba que una alumna cuyo idioma materno no es el español levantó la mano durante el examen para preguntar si había algún error en una oración donde, en efecto, lo había. El profesor que la atendió, tras echar un vistazo rápido —temerariamente rápido— al texto, dijo que no, que era correcto. Mal hecho, responder a la ligera. Peor hecho si al rato lo miró más despacio, descubrió que había contestado con alegre precipitación y, pudiendo desdecirse, no se desdijo. En cualquiera de los dos casos, como diría el televisivo Mariano, «metrosesual y pensador», metió la pata hasta el fondo, a lo español. El problema es que, incuria sobre incuria, nosotros mismos horadamos el terreno que luego vamos a pisar.

 
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato