50 km/h

Que la DGT se esté planteando bajar la velocidad máxima a 50 km/h en las carreteras convencionales sin marca de separación entre sentidos le parece a uno muy bien. Pero no por motivos de seguridad, que en este tipo de vía te cruzas normalmente con un vehículo cada cuarenta minutos como media —y ya es mala suerte entonces el choque frontal—, además de que, en el carril propio, el momento más trepidante suele ser el adelantamiento de un tractor a su vez ralentizado por un paisano octogenario en su Cirila. A uno le parece muy bien que reduzcan el límite, no porque así sea más fácil evitar accidentes, sino porque con esta medida de coacción nos están regalando la oportunidad de ser más felices. Tal cual. El problema es que vamos siempre como locos, con ganas de llegar o, más aún, de haber llegado. «Calma —parece decirnos la DGT—. Calma, no por el riesgo de estamparte contra un chopo ni porque vayas a invadir el carril contrario, ese que has de calcular a ojo, sino porque no estás disfrutando del paisaje, so melón». Gracias, DGT, por hacernos más sensibles.

Las carreteras locales sin raya pintada suelen unir pueblos un poco al margen de las vías importantes, y es habitual que nos ofrezcan vistas muy dignas de atención. Muchas veces, también aromas y sonidos. 50 km/h es esa velocidad que permite al conductor detener la mirada un punto más, sin poner en riesgo su vida, en aquel roquedo sobre el cual planean las águilas. Que facilita detenerse a tiempo para no destripar, antes bien, para contemplar de cerca la belleza de ese venado que acaba de cruzarse, chospando, en mitad de la trayectoria. Que invita a abrir la ventanilla y acodarse en ella, o mejor a abrir las dos, porque a 50 km/h la corriente de aire no se hace intolerable, para que de paso entre a raudales el olor de los piornos o las boñigas —lo que se tercie—, de matices distintos pero igualmente deleitosos. Y para que entren acaso también, no ensordecidos por las revoluciones del motor, el canto del agua del río junto al que avanzamos en el desfiladero, o el tintineo de las esquilas de esas ovejas que pastan a pocos metros de distancia.

No ha de faltar quien ponga el grito en el cielo porque crea que 50 km/h es una velocidad irrisoria. Cierto que puede considerarse así desde una perspectiva funcional, si vemos en la carretera solo un cauce de asfalto sobre el que desplazarse lo más rápido posible entre dos puntos. Para eso el cagaprisas dispone de otro tipo de vías, en las que igual acaba por hacer más kilómetros, pero también más a su sabor, devorándolos. Aquí estamos hablando de esas carreteras humildes que cosen un pueblo con otro y con otro, donde la conducción es casi lo de menos, asaltados como seguramente vayamos a estar por montoneras de llamadas al disfrute. ¿A partir de qué velocidad podemos empezar a perdérnoslas? A partir de 50 km/h. Está muy claro. La DGT no quiere otra cosa que inculcarnos un hedonismo bien entendido.

 
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