Las lágrimas secretas del artista

Cuando te brindan los últimos aplausos, se encienden las luces y empieza a sonar música por los altavoces, todo ha terminado. En realidad, es el principio del fin. En el camerino hay dos o tres abrazos y sonrisas pero pronto se pierden las miradas en el infinito. En las paredes garabateadas por los que antes han pasado por el mismo trámite se desenfocan los ojos, soñando y recordando. Los mensajes, escritos apresuradamente, son tan idiotas que tal vez tengan su gracia antes de empezar a tocar, pero al final del concierto no son más que una caricatura cruel del desencanto presente. Afuera todavía rugen las masas jaleando tu nombre y pidiendo que salgas a cantar de nuevo por cuarta vez. Pero pronto esas voces se desvanecerán y Moncho o Arturo te subirán de nuevo en la furgoneta. Tal vez te apetezca pasar unos minutos por el hotel antes de bajar a tomar algo con la gente “del entorno”. Allí dentro, en la furgoneta de alquiler con cristales tintados, pareces un débil esqueleto. Silente, abatido, a la deriva de ti mismo. Solo. Porque así es la soledad del artista. La tuya y la de todos.

Muchos creen que es un mito, pero no he conocido a artista alguno capaz de ocultar el vacío que genera en su corazón terminar una actuación. En contra de lo que pueda parecer, la soledad del artista no está reñida con la alegría o la satisfacción. Muchas veces el músico está feliz porque todo ha salido bien en el concierto, sin embargo, el olor del camerino, que se impregna hasta el alma, sea donde sea, es el mismo. Y la furgoneta, viaje por donde viaje, es testigo de las mismas dudas, del mismo vacío, de la agotadora rutina.

Muchos artistas cometen el error de pensar que ese vacío puede llenarse con cualquier cosa. Los que se lo pueden permitir, con frecuencia tratan de anestesiar esa sensación con ese ritual de extravagancias ridículas que exigen a la organización como condición para llevar a cabo sus actuaciones. Piden grandes cantidades de mariscos, frutas exóticas, cientos de toallas y todo tipo de lujos, generalmente bastante ordinarios y casi siempre desproporcionados. La idolatría de muchos fans hacia determinados artistas no hace nada más que empeorar esa situación. No terminan de comprender por qué brillan tanto esos aplausos sobre el escenario y por qué de pronto se apagan hasta que aterrizan en una nueva prueba de sonido. Aunque forma parte de las mil y una convenciones sociales de los canales de proyección artística, la vida profesional del músico –salvando algunas excepciones- es casi en su totalidad un episodio de irracionalidad extrema. Circunstancia que hace especialmente difícil la vida a quienes por vocación se dedican a oficios como la música.

Pero entender la complejidad de la soledad del artista es algo alcanzable para todos nosotros. Seguro que muchas veces lo hemos comprobado en nuestra propia vida. Situados, por ejemplo, en el mismo lugar donde quizá hace tres meses festejábamos eternas comidas familiares llenas de bullicio y alegría, tal vez ahora no encontremos a nadie a nuestro alrededor. ¿Qué queda ahora en ese mismo lugar sino el silencio y la ausencia? Tal vez no ha sucedido nada especial, quizá esos familiares que vinieron a visitarnos en Navidad sigan su vida con normalidad lejos de nuestra ciudad, pero contemplar el comedor de casa en absoluto silencio, guardando en nuestro corazón aquellas risas navideñas, puede trasladarnos a un sentimiento similar al de la soledad del artista.

Se trata de esa soledad tabú de la que no se habla. Que es en realidad una pieza más del puzzle de la “cara B” del negocio de la música que, lleno de cifras y frivolidad, no atiende a la humanidad de sus actores. Unos actores, los músicos, que ríen, lloran y sufren como los demás. Y a veces más que los demás. Unos actores que, en muchos casos, ansían la normalidad de su vida pasada, cuando nadie les miraba a los ojos pidiéndoles en silencio que comience el show de su vida, cuando nadie dirigía su futuro, cuando su entorno no era una sopa de sanguijuelas encorbatadas...

Quizá por todo esto, al terminar la actuación, mientras muchos ríen, brindan y celebran el concierto en los bares cercanos, no pocos artistas lloran en secreto y en soledad en el camerino. Muy pocos afortunados recibirán en esos momentos una mano amiga y sincera que no esconda detrás algún puñal, algún oscuro interés. Porque muchos de los que irrumpen generosamente en esos momentos en el camerino, aparentemente intentando ayudar, serán los primeros que, el día en que se conozca la “trágica noticia”, se agolparán a las puertas de casa, con presuntas copias del testamento, exigiendo a la familia su parte. Y estarán dispuestos a enterrar y desenterrar al difunto las veces que haga falta por un par de malditas propiedades.

Así que ya ven, más tarde o más temprano, casi todas las lágrimas tienen su razón de ser.

 
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