Diez libros, diez – Ideas para regalar literatura recóndita

A los mártires españoles. Resulta meritorio que Encuentro –gran editorial, mala distribución- haya editado este poema de Claudel, tan lejano a los postulados de la memoria histórica. Luego uno recapacita y seguramente es que de la edición se entera poca gente y menos aún se enterarán en el diario Público. Es curioso que un escritor solemne y profético como Claudel haya merecido luego tanto pitorreo, como si no se aceptaran vocaciones de grandeza, cuando para otros sí se acepta como mérito literario la pretensión -estoy pensando en alguna novela de Faulkner monumentalmente fallida. Montanelli le hizo a Claudel una entrevista bastante miserable y Charles Dantzig, persona siempre oblicua en sus juicios, define al gran hombre como “un elefante que bebe en porcelana de Sajonia” –touché. En tiempos de la Guerra Civil española, con un antifascismo muy activo –lo de antifascismo es una categoría política por sí misma-, e incluso con otro católico fogoso como Bernanos en defensa del bando republicano, Claudel se conmueve con tanto sacerdote martirizado y tanta iglesia incendiada, y su conmoción alcanza el temblor de una catedral que se sacudiera en su cimiento. Claudel, tan hispanófilo, siempre tiene algo de vendaval –de vendaval antimoderno. Eso es algo, curiosamente, que le salva para la modernidad, rara mezcla de Rimbaud y el Evangelio, fuerza pura. A los mártires españoles está escrito desde las alturas de una teología de la historia, y también desde un entendimiento del papel providencial de España: “Hermana España, Santa España, tú ya has elegido…” Excelente edición de Tomás Salas.

The Fine Art of Mixing Drinks. Hasta ahora, este libro sólo podía encontrarse en ciberlibrerías de viejo, siempre que uno quisiera pagar lo que pedían. Embury es a la coctelería lo que Boswell a la biografía: un modelo imprevisto, el reconocimiento de la pasión del diletante con su elevación al clasicismo del género. El libro tiene ya sesenta años: en vista de las prácticas de la coctelería moderna –mezcla de ignorancia radical y pretensión, en muchas ocasiones-, la reedición del viejo manual lo hace lacerantemente actual pese a que en época del autor no había ni ginebras Premium ni vodka con sabores infantiles. Como todo diletante, Embury es verboso –pero deja atónito tanta experiencia alcohólica como hay detrás de las cuatrocientas páginas de este volumen, con alguna parte cómica como “¿es el alcohol esencial para la vida humana?”

Snob extrême: précis de fuite arctique et antarctique. Su autor, Antonius Moonen, ha tenido en los últimos años encontronazos de violencia verbal con Fréderic de Rouvillois, escritor de una historia de la educación y una historia del esnobismo, ya que de Rouvillois afirmó ser un snob del café Illy y Moonen se le lanzó al cuello tras detectar ahí un no va más de la vulgaridad. Es una pena pensar que libros como estos, entretenidos, agradables y bastante informados, nunca se publicarán en España. En su último aporte de excentricidad, Moonen viaja a los polos para instruir al lector en la poética del frío y en todo género de saberes más o menos misteriosos sobre exploradores, fauna nórdica, cocina, vestimenta y demás. Uno aprende a vivir como un inuit, en caso de necesidad, o a montar en caribú, por más que “ninguna casa de marroquinería de lujo ha mostrado aún interés en confeccionar riendas para reno”.

La botánica del deseo. No es casual que este libro tenga prólogo de Aduriz, el propietario del restaurante Mugaritz. Si, en otros tiempos, la alta culinaria del momento se alimentó del poder político, ahora se alimenta del poder blando de la ecología. Se llega así, en casos extremos como el del libro de Michael Pollan, a una redefinición del mundo y a la postulación, claro, de nuevos estilos de vida. Con su adobo intelectual, en realidad es de lo que queda de la contracultura: un cierto paganismo de izquierda culta que es, por ejemplo, el nuevo canon del NY Times. No es de extrañar que Pollan –escritor errante, no por ello mal pagado, pues cosas así pasan en esos EEUU que aquí tenemos por incultos- haya publicado también sobre gastronomía. En parte, es casi risible ver cómo el hombre tiene cómicos dolores de conciencia al sembrar patatas genéticamente modificadas, cuando él mismo reconoce que la agricultura siempre ha sido esa labor de mejora. Al recogerlas, no las quiere para él –no sea que la multinacional Monsanto acabe con su vida-, por lo que, en un acto de nobleza, las cocina y se las lleva a unos vecinos. El libro está sorprendentemente bien escrito y traducido y narra el mundo visto a través de cuatro plantas: el manzano, la patata, el tulipán y la marihuana. Hay partes que son un déjà lu pero la del manzano es fabulosa, y en ella, además de convencernos de que los manzanos se han aprovechado de los hombres para extender su dominio como especie por el mundo, se narra la historia de Jack Appleseed, una especie de Thoreau en acción que se dedicó a plantar miles de manzanos por las orillas del río Ohio. Manual, en fin, de nuevo ecologismo como filosofía chic.

Cold Cream: my early life and other mistakes. Ferdinand Mount tiene fama de ser uno de esos escritores tan finos que apenas se arriman y, desde luego, no entran a matar. Sí, les salva la finura, y sí, en España abundan poco. Uno, desde luego, agradece vidas con tanto poso civilizatorio: familia buena y culta, Eton, Oxford, asesor político de Thatcher, director durante once años del Times Literary Supplement y colaborador la revista Standpoint. En realidad, hablamos de un conservador que entiende que la política, fatalmente, ha de ser centrista: alguien tan útil como quemado en la hoguera por unos y por otros. También es baronet pero ya empieza a parecer que en Inglaterra lo difícil es no serlo. Mount también tiene otras novelitas de hombre culto y buen narrador, es decir, las típicas novelitas sobrias que aquí no gustarían ni a los más leídos, y que en realidad son lo más meritorio de toda literatura -aquí tendemos a premiar el exceso a nuestro gusto. Lo más interesante de Cold Cream no son las páginas sobre Eton –sobre Eton ha escrito todo etoniano que se precie- sino sus recuerdos sobre su tío Anthony Powell, sus esperanzas en torno a su sobrino David Cameron y su narración, tan maravillosa como malévola, de sus años en Downing Street, puerta a puerta con Margaret Thatcher y cruzándose en los pasillos con Dennis, marido de la Thatcher y hombre admirable que, a eso de las seis de la tarde, siempre iba de esmoquin, de camino a alguna fiesta. Esos años de Gobierno dejan páginas admirables: el atentado del IRA en una convención conservadora, Margaret Thatcher tomando sus whiskys de antes de acostarse o encargándose de buscar el frenadol para el catarro de un ministro, etc.

Dos libros conservadores. El primero de ellos, The Death of Conservatism, de Sam Tanenhaus, merece la misma prevención que merecen todos los libros que se llaman “La muerte de…” o “El fin de…”. Posiblemente, correrá el mismo destino de todos ellos. El libro tiene un punto de insuficiencia intelectual de base: no ya la militancia progresista del autor, sino que esa militancia progresista dificulta tanto el diagnóstico como las soluciones por falta de empatía con el complejo ethos del conservadurismo americano. La base histórica es sesgada, por más que siempre pasme, en estos ensayos de EEUU, la riqueza en el manejo de una historia institucional envidiable, con precedentes y capacidades de analogía para todo. Hay, además, algo farragoso –es un artículo hinchado hasta el desaliento. Por otra parte, es casi un punto de candor el enterrar el conservadurismo americano, cosa que se ha hecho repetidas veces. Sí hay más verdad en señalar las expectativas frustradas de George W. Bush como precedente negativo: al margen de las interpretaciones, es cierto que eso se siente así, y tampoco cabe olvidar que los peores críticos de Bush fueron también conservadores. Otro libro sobre conservadurismo es We are doomed: reclaiming conservative pessimism, de John Derbyshire, autor conocido por varias cuestiones: la presencia constante en su obra de su abandono del cristianismo, su cara de malas pulgas y estar casado con una china. Después de “una llamada al pesimismo”, y antes de terminar con “la audacia de la desesperanza”, Derbyshire, con algo de estilo de bloguero, va tratando sectorialmente los temas: religión, educación, sexo, cultura, política, inmigración, economía. En general, el conservadurismo gruñón suele redimirse con una visión humorística que es garantía de inteligencia y que a Derbyshire le falta. Eso contribuye a cegar muchos de sus argumentos, por lo demás voluntariamente dispersos y anecdóticos; también sugestivos, con alguna frecuencia. Pero lo cierto es que a todo libro de política –en realidad, este es más de ideología- se le exige una cierta viabilidad, y aquí estamos ante un crítico menos político que cultural, que exige demasiada alineación sentimental previa. Es, también, un cierto inmovilismo, y la recaída en una de las peores tradiciones del pensamiento conservador: apostar tanto por lo prepolítico que uno olvida la política, que no es otra cosa que la realidad.

Charles Dantzig se hizo apoteósicamente famoso –con toda justicia- por su Diccionario egoísta de la literatura francesa, que aquí tal vez traduzcan algún día. Era una relectura personal y fundamentada que generó debate extenso en un país donde, según observaron los ingleses, las fruteras leían a Racine. Dantzig, Quignard, Bobin: la literatura francesa ha cambiado su gloriosa institucionalidad por cierto artificio progresista sin aliento pero, como se ve, sigue habiendo nombres grandes. Dantzig tiene algo de intuitivo genial, cuestión básica para la crítica literaria legible y luminosa. En literatura, esa mezcla de intuición, pasión y libertad puede cuajar en algo como la Encyclopédie capricieuse du tout et du rien, saludada por unos pocos como una obra maestra y por la mayoría como un fenomenal derrape. Son hechos que se contrapesan: la literatura francesa y su comentario importan algo; su vida literaria es un navajeo asombroso. Lo importante, claro, es que el país lea porque hay algo que leer. La Enciclopedia Caprichosa es un libro de listas –tal vez reciba un empujón en ventas por el reciente libro de Eco-: Lista de lo preferible (las actrices a los actores, los reyes a las reinas, los gatos a los amantes de los gatos…), lista de colores de ciudades, de olores de ciudades, de aeropuertos con encanto, lista de animales de escritores… En cada una de las listas, menos enumeración que comentario y glosa, todo con vocación de pirueta en belleza. Con ochocientas páginas, puede parecer un reventón de vacuidad, y también puede parecer que a Dantzig le falta algo que suele ser extraordinariamente útil para la literatura: tener más saberes extraliterarios. Pero hoy perecemos precisamente por falta de voluntad literaria, o por su desnorte, y es curioso que libros tan voluntariamente conscientes como este sean juzgados por la perfección que no alcanzan antes que por la bondad suma a la que llegan. Estamos acostumbrados a que pase. Como fuere, este libro no deja de ser una educación en la belleza.

“¿Por qué se ha vuelto común entre los artistas usar en sus obras materiales como los cabellos, el vello, los trozos de uñas cortadas, además de secreciones y humores como la sangre, la saliva, los mocos, la orina (aquí dejo de leer)?” Esta es la pregunta de la que parte Jean Clair en De immundo, librito en cuya portada, muy adecuadamente, se ve una foto del urinario de Duchamp. Clair es de las grandes voces de la crítica de arte contemporánea, hombre pleno de saber y de análisis sugestivos: tan pleno, en realidad, que siempre tiene ese énfasis verboso un poco cargante en el ensayismo francés, por oposición, por ejemplo, al inglés o al norteamericano. Pero nada de esto le impide la honradez intelectual básica de buscar, además, ser más un descriptor que un ideólogo: lo que falte ahí de humanidad y de gusto es voluntario pues ha de ponerlo el lector según sus criterios al respecto. Clair también ha publicado otro libro, con vocación de territorio sentimental, Autoportrait au visage absent, donde recoge escritos sobre arte publicados aquí y allá durante treinta años. Es un paso más en una obra sensata y fundamental, por más que a veces tiene esa frivolidad, también típicamente francesa, de guardar tantas distancias que parece valer todo. Pero Clair es un hito del gusto y de la inteligencia del arte, y aquí hay lectura sabrosa sobre Morando, Bonnard o Zoran Music. De vuelta a De Immundo, Clair no hace sino subrayar el cinismo de la suciedad en el arte, al gustar a las academias contemporáneas del gusto. En la misma línea, pero más politizante e intelectualmente relajado, está The Rape of the Masters de Roger Kimball. Pero Clair, Clair. Y, en España, Enrique Andrés Ruiz, tal vez insuperable.

 
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