La liebre à la royale – El arte mayor de la cocina - Y una propina del pasado

La liebre à la royale ha estado entre los escasos platos para los que se prescribía la cucharilla de plata pues alguna cosa debían comer los reyes desdentados. En tiempos de gastronomía molecular, hacer la alabanza de la liebre à la royale parece una defensa del Antiguo Régimen tan rotunda como gritar ‘¡Vive Coblence!’ Las recetas de la liebre à la royale tienden a ocupar diez páginas en los viejos recetarios pero la dificultad de su elabora ción consiste ante todo en la paciencia: por regla general, la preparación dura ocho horas, sin incluir maceraciones.

La liebre à la royale es o ha sido el arte mayor de la cocina, entendida la cocina como alianza de sensibilidad, inteligencia y espíritu cordial, algo así como la afirmación de la vida por la vida frente al arte por el arte. La digestión de la liebre à la royale extenúa hasta la consunción física por la carne, la sangre y los menudillos de la liebre, el foie y las trufas, de modo que puede pasar que uno tenga durante un día entero a una liebre correteando –con perdón- arriba y abajo del esófago. Bien: cada uno arriesga su vida como quiere y a otros lo que les gusta es hacer rafting.

La liebre es animal de carne bravía y de sabor silvano, con el aliciente de inquietud de ser un bicho que, en caso de necesidad, practica la necrofagia y el canibalismo. Animal inmoral, la liebre. Ahora mismo, el campo español, antaño vicioso en liebres, anda ya muy esquilmado, de modo que encontrar tras una mata el culo blanco de una liebre es más raro que encontrar tras una encina el culo neoclásico de una dríada. Para la liebre à la royale hay indicaciones que el tiempo ha hecho precisas en torno a la edad y el tamaño de la pieza: cierto senador francés pasó una semana monte arriba y monte abajo en busca de la mejor candidata entre las liebres: según Néstor Luján, en Francia eligen ‘liebres rubias de la Champaña, liebres menudas y grises de Normandía, liebres oscuras del Périgord’. Para la preparación à la royale se requiere de una liebre joven y recién muerta –‘au bout du fusil’. Si no está recién cazada, puede afaisanarse por tres días. Es importante que la liebre se haya matado limpiamente –que haya conservado la mayor cantidad posible de su sangre. Siento la crudeza.

Hemos mencionado algunos ingredientes de la liebre à la royale sin hacernos eco de tanta antigua polémica en torno al plato. Es una discusión de bizantinismo infinitesimal. Hay por lo menos tres recetas distintas entre sí, a las que se adscriben diversas ascendencias: perigordina o limusina, ante todo, intentando también ennoblecer el plato al atribuirlo a las cortes de Enrique IV o de Luis XIV, reyes con los que muy ciertamente se corresponde la magnanimidad de este plato. El consenso de mínimos es que cuece con un gran vino tinto, un gran vino dulce, grasa de oca, bouquet garni, especias y cebollas y chalotas cortadas hasta alcanzar un estado más allá de la transparencia. Se requieren asimismo un par de buenas trufas, del tamaño de los puños de un niño de diez años, foie de oca para el relleno y la sangre y los entresijos de la liebre para ligarlo todo. De lo que se trata es de que ningún aroma tenga preponderancia sobre otro y de que el aroma final le llegue al comensal –hombre feliz- como una elevación sinfónica. El plato tiene una presencia rotunda, con un lujoso color chocolate. Al parecer, en ocasiones se servía coronado por las orejas de la liebre –extravagancia que nunca he visto- y se ha especulado si esa corona apendicular no daría pie al adjetivo ‘royal’.

¿Qué se bebe con la liebre à la royale? Hay que sumar el fasto al fasto y optar por un gran Borgoña, a mi entender no muy maduro, es decir, un vino aún con brío y acidez y ese punto rústico o campero que siempre tienen los Borgoñas –muy distinto, por ejemplo, de la rusticidad de un Ródano. La tradición mandaba tomarlo con un Gevrey-Chambertin pero la Borgoña está llena de vinos excelentes; del Chambolle-Musigny, refiere Cunqueiro, se decía que ‘tiene de cintura exactamente las dos cuartas partes de que presumían las duquesas de Borgoña cuando cumplían dieciséis años’. En cuanto al Chambertin, es en principio el gran vino intelectual, y en alguna parte he leído que era el vino que bebían los abuelos de Bossuet, lo cual de alguna manera vendría a notarse en las Oraciones Fúnebres del solemne predicador. El Clos du Vougeot, con su comunicación secreta de violetas, tenía la leyenda de aumentar –cómo decirlo- la voluntad genésica. Yo, el mejor Borgoña que he tomado últimamente es un Vosne-Romanée 1er cru ‘aux brulées’ del productor Grivot –una maravilla esférica, canónica y perfecta-, de 2002, que fue un gran año, y que a no dudarlo pedía una liebre. Este Vosne-Romanée no estaba entre los Borgoñas hipermusculados que últimamente tienden a estilarse. Si se cocinara la liebre à la royale en más sitios, podríamos experimentar con esos vinos más exasperadamente frutales e incluso con algún Priorato o algún Hermitage, pero mientras haya menos oferta que ávida demanda, debemos circunscribirnos a las sabidurías consolidadas de la tradición. En el ámbito de la originalidad, la escritora Colette tenía la costumbre de tomarlo con Sauternes, lo cual no parece absolutamente reprochable, habida cuenta de que lo importante en este plato es, por supuesto, que no nos den gato à la royale.

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Adjunto aquí un breve artículo sobre Néstor Luján por el optimismo de que alguien querrá leerlo. Fue publicado en 2006, es decir, en otra edad geológica, al menos en lo que a mí respecta. No es algo que uno admita ‘volontiers’ pero leer páginas viejas llena tanto de vergüenza como encontrar la foto de la boda aquella en que de pronto nos vimos los primeros de la conga. En fin, el artículo es detestable aunque quiero pensar que detestable ma non troppo, y me hace gracia verme ahí de jovencito, cuando uno creía, en la práctica, que la escritura era una de las formas de la arrogancia. En estas cosas, el tiempo nos gana siempre: gracias al Cielo, el estupor de haberse dedicado a esto es tan grande que no deja lugar al desengaño.  Por supuesto, la arrogancia, en la juventud, viene en el mismo ‘pack’ de la inocencia. A los jóvenes, por tanto, hay que perdonárselo todo –esa es una de las tiranías de la juventud. También lo que han escrito o lo que uno ha escrito.

Yo entiendo que el mundo ha cambiado y que ahora se demandan placeres más violentos que leer pero Luján todavía creía que leer y escribir tienen también su justificación hedónica. Era una fe de vida, ya sin continuidad. Como es natural, Luján empezó en el idealismo -quién no tuvo su momento Debussy- y terminó en la gastronomía, buen asidero para escépticos. Hoy, lo que más me gusta de Luján –a quien no leo pero podría leer- es que está en la liga de la finura más que en la liga del humor. Por finura no hay que entender voluta estetizante sino más bien la mezcla de amabilidad y contención. Fue un temperamento de escritor conservador, que no es lo mismo que ser un escritor de derechas –no lo que se entiende en España por escritor de derechas. Es muy fácil intuir que, de escribir hoy, a Luján le leería menos gente. A él, seguramente, le hubiese dado exactamente igual: la producción fabril del periodismo suele desdramatizar la voluntad de lo sublime, lo cual no quiere decir que no haya cosas bien hechas y mal hechas. Ahí debiéramos estar. Por supuesto, Luján era tan sabio que no le dio ni una oportunidad a la amargura. Perfil curioso el de Luján: sin ser un grande, ser un maestro. Es así que puede aprenderse algo.

LA LIGEREZA SEGÚN NÉSTOR LUJÁN

 

Hace más de diez años que murió Néstor Luján y ya entonces era un dandismo dejarse retratar con la pochette blanca y la corbata de lunares, en trance de acariciar un gato persa dotado de una perfección de porcelana. Quizá los hombres vestían así antes delmetrosexualismo* y las gafas panorámicas, cuando lo mundano podía vivirse lejos de Marbella y el entendimiento de la joie de vivre pasaba por leer a Montaigne y frecuentar los buenos restaurantes. Ahí está la clásica avidez serena, la curiosidad de un temperamento, el estado de civilización que lleva, según Luján, a beber porque estamos contentos y no para estar contentos. En cualquier caso, Luján salió con aire del posado, porque la época tampoco está para las especulaciones políticas de antaño en torno al grosor de los lunares.

Hacerse a los camuflajesde la respetabilidad burguesa era un buen fundamento para un escritor cuando el intelectual practica con tipismo y complacencia la pose de sufrir. No todo el mundo se parece a su prosa pero tantas páginas de Luján vienen a confirmar una fisonomía o una naturaleza dada a las felicidades suntuosas y a la buena fe, a esa última benevolencia que tiene para el mundo el hombre de letras que prefiere un grado de epicureísmo a la misantropía aunque sólo sea porque -decía Chateaubriand- hay que ser selectivo en el desprecio cuando cualquiera ve tanto y tanto despreciable. Por lección del periodismo tuvo Luján la manía de la claridad, y la inclinación a la felicidad de su escritura viene de un anhelo de gustar que es muy distinto de escribir para el halago. También es el cálculo de que uno puede buscar la eternidad y la gloria pero mañana tiene que aportar alguna amenidad a los lectores. Entre los escritores no hay peor género que la conversación con sus mascotas y aun de esto sale Luján sin perder garbo, maestro siempre del solo de violín que es un artículo, partidario a la vez de una prosa legible y especiada con la adjetivación. De ser madrileño, Luján hubiera sido un escritor de puestas de largo y tal vez por eso la literatura ganó algo por haber sido catalán. Como escritor, en realidad, estaba en una tradición francesa, al igual que la cocina que apreció: su recorrido con Perucho por la cocina española tuvo algo de superficialidad 'al dente' mientras que el Luján más gozoso aparece en su ‘Carnet de ruta’ por la dulce Francia. No sé qué pensaría Luján de los ‘escombros de ibérico’ pero ahí tenemos la nostalgia de una sólida cocina campesina o de los platos -ternera Orlof- dedicados a los príncipes y la inmortalidad asociada a dar el nombre a un queso.

Ya en sus últimos años escribió con éxito novelas entretenidas y de cocción más bien escasa porque algo han de hacer los escritores con una afición por el Burdeos. La anécdota y la cita abruman en Luján aunque a cambio está ahí un enciclopedismo de lo más cordial para el hombre culto, modélico también para tantos periodistas sin curiosidad y escritores sin lecturas. Él se sabía las historias sutiles de las reinas de Europa. Homme d'esprit, enemigo de la perfección, de configuración conservadora, tuvo más que nadie ese don del retrato que implica tanta claridad de pensamiento y tantísima destreza de la pluma. Siempre da la sensación de que en otro país hubiera sido más grande pero -como siempre- faltó público para afirmar una consideración de seriedad.

Durante años opacos se gestó el escritor raté que se hizo para nuestro gozo escritor ligero y el dandy que tuvo para todo una medida, también ligera, de desdén. Su olfato tan tenaz para el periodismo nos llevaría a darnos golpes en el pecho ahora que se aprecia en el currículo la sintaxis de la imagen y los periodistas no tienen recursos de amenidad para la conversación. Tan dado a la buena mesa, alguien como él no podía creer en las pompas del arte por el arte. Al final también simboliza un sentido del gusto frente al caos, la afirmación de un criterio frente a la opción del 'vale todo'. El mal estaría en hacer un personaje del escritor del placer sensato, del escritor menor y fino que supo de la capacidad de leer para hacernos felices. Ahora ya tiene ‘el sol de los muertos’ que es la gloria, siempre entre la ligereza y la excelencia, con la llama necesaria para hacer un momento de pentecostés en cada artículo. Grand Cru, Néstor Luján.

*lo de metrosexualismo es muy 2006.

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