Pero muéranseme ya

Humanidad, poca. Tacto, menos aún. Ahora, lo que no puede negarse es que este señor le echa huevos, y no pequeños, sino dignos de la puesta de un diplodoco hembra. Ha dicho Taro Aso, ministro de Finanzas de Japón, que el gravoso problema de los tratamientos médicos dispensados a los ancianos del país no se resolverá «hasta que se den prisa y se mueran». Como medida de ahorro, esa conminación es de una eficacia inobjetable.

Puede complementarla con otras de cualidad expeditiva semejante para pasar a la historia como el campeón del superávit. Que los enfermos, sin distingos de edad, se decanten rápido entre la salud o el hoyo, pero que no se queden a medio camino: menudo gasto en fármacos. Que los parados se dignen encontrar como muy tarde mañana un empleo, o que emigren de una puñetera vez a otro país: menudo desembolso en prestaciones. Que a las parejas se les meta en la mollera la inconveniencia de tener hijos o, de lo contrario, que no yazgan: menudo despilfarro en permisos retribuidos. Y además, los niños de hoy son los ancianos de mañana, con lo que volveríamos al punto de partida.

Bien mirado, la insensibilidad de Taro Aso no quita para que cumpla con la misión que tiene encomendada. Al revés, la cumple escrupulosamente. Tanto, que asusta. Porque su negociado es la economía —no los asuntos sociales, no la sanidad, no la justicia—, y como ministro del ramo practica la tecnocracia más rigurosa. Hace cuentas por aquí, cálculos por allá, y se topa una y otra vez con esa enorme masa de población agrisada y achacosa que da pérdidas por todas partes. Con lo cual, gestor ante todo como es del dinero público, acaba desquiciándose y rumiando para sus adentros un corolario atroz cuan impepinable: «Pero muéranseme ya, que me descuadran el presupuesto».

Y va el tío y lo dice. Lo dice siendo político, el gremio por excelencia de la retórica untuosa. Lo dice aun a riesgo de atraerse la inquina de esa cuarta parte de los habitantes del país que tiene más de sesenta años, porción notable del cuerpo electoral que puede dejar de votarlo la próxima vez. Y lo dice además de manera desinhibida, con un apremio que resulta incluso cómico si la expresión nos ha llegado bien traducida del japonés: que se den prisa en morir. Que no pierdan tiempo, que se apresuren, que corran, cojitrancos o con impulsos briosos a las ruedas de sus sillas, para llegar cuanto antes a la barca de Carón, ese ferry de ultratumba. En la orilla de acá el ministro Aso, Terminator menudo, de ojos rasgados y con traje impecable, echará una ojeada rápida a su calculadora y los despedirá con un inexpresivo y satisfecho «Sayonara, babies».

 
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