También mueren caballos en combate

La incertidumbre ante el futuro es una de las cuotas que ha de abonar toda existencia humana. Ante nuestros ojos se alza siempre lo venidero, como una sombra amenazante. Sólo las vetas de esperanza que todos atesoramos nos hacen seguir hacia adelante, un pie detrás de otro. Julio Martínez Mesanza, poeta exquisito, describe como mueren los caballos en combate: “lo hacen lentamente, pues reciben/ flechazos imprecisos, se desangran/ con un noble y callado sufrimiento”. Los animales asisten al horror, prevén el cercano desenlace, con ese desconcierto asomando a los ojos, la inasumible angustia de no saber por qué, aunque a veces ni siquiera hayan sido heridos. Una situación que podemos extrapolar a la de muchas personas que hoy en día sufren al percibir la sociedad que le rodea como enemiga, fruto de las últimas iniciativas y medidas llevadas a cabo por el Gobierno en nuestro país, con la merma consiguiente de bienestar y tranquilidad en sus vidas. El hombre pide a gritos la paz aunque no lo sepa. La necesita para levantarse cada día, para untar una tostada, para sonreír, para pagar a Hacienda y para cualquier otra minucia que a usted se le ocurra. El problema está en que esa paz forma parte de los mínimos que necesitamos y en cualquier sociedad que se precie ha de ser elevada a la categoría de sagrada, porque sin paz no hay país, sin país no hay ciudadanos y, en esa tesitura, no es fácil augurar buen porvenir. Hoy en día España — sea lo que usted quiera que sea- se levanta cada mañana con el estómago encogido como si se hubiera dormido en la rama de un árbol. Leemos crispación, oímos crispación, comemos crispación y lo grave es que en ocasiones está justificado. Nadie tiene derecho a convulsionar las mentes y las vidas de las personas normales y corrientes que cosen a retazos su existencia en pos de la felicidad, a pesar de gobiernos y desgobiernos, huracanes y bonanzas, amores y odios. La opinión pública, esa informe señora que los medios de comunicación, los gobernantes, los políticos sin suerte y los voceros de la tragedia visten y desvisten cada día, no puede convertir a los ciudadanos de este país en caballos que mueren en combate, con los ojos enloquecidos de mirar a uno y otro lado, al olor de la sangre, sin lograr curarse las heridas. El problema surge cuando la herida existe, y la crispación es sólo el fiel reflejo de un dolor cierto. Ese dolor es el hijo de la violencia contra ciertas cosas que nadie debería atreverse jamás a tocar porque en ellas radica, en gran medida, la tranquilidad de los hombres. Un abismo se extiende entre la realidad de los suelos de gres de nuestras casas y los mármoles del congreso o el plástico de los platós. No podemos caer en la tentación de asomarnos a ese decorado de cartón piedra cada mañana pensando que es el mismo que nosotros limpiamos con zotal cuando fregamos los baños. Si caemos en el error, un día cualquiera, lunes, iremos por la calle con el rostro tapado y la mirada torcida, pensando que el vecino, que cualquier viandante, nos es ajeno, y el mundo es páramo en el que sólo habitan alimañas. No es cierto. Caminemos hacía atrás, alejándonos de ese escenario que, si bien nos pertenece y nos afecta, hemos de intentar abordar y cambiar sin perder la compostura. Hay quienes quieren vernos morir como caballos en combate, que sufren sin descanso, y gritan su dolor pero nadie les oye. No compensa sentirse enfurecidos, la paz no es la moneda de intercambio en la guerra.

 
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