En su nombre, la concordia

Si toda muerte es la culminación de un proyecto vital cuyos logros y faltas se someten a juicio, no sólo divino, sino también humano, una simple mirada en torno puede darnos la medida exacta de cuánto bien nos ha legado Juan Pablo II. La humanidad entera se ha reunido en su nombre, globalizada como nunca en el amor y en el respeto por ese padre manso pero firme que recorrió los vastos dominios del mundo predicando la paz y la Palabra.

Si la grandeza de una vida es mensurable por el nivel alcanzado de concordia –en la acepción con más entraña–, de modo que es capaz de acompasar los corazones de los hombres en un solo latido restallante de dolor y admiración en el momento de la muerte, no hay más que oír cómo palpitan ahora todos al unísono para saber que esa vida ha sido más que grande. Ha sido sencillamente colosal.

Este unánime reconocimiento no podría haberlo conseguido el Papa sólo con algunos factores que sin duda han tenido importancia en la popularización de su figura, tales como el haber aprovechado las dotes que mostró en su juventud para la dramaturgia, el haber accedido a la cátedra pontificia cuando los medios de comunicación habían alcanzado ya un amplio desarrollo, o el haber viajado hasta los confines del mundo para transmitir su mensaje con la mayor cercanía posible.

La imagen y la presencia física valen en tanto vale la doctrina que tras ellas se expresa. La suya ha sido una llamada constante a la valentía, al compromiso, a la exigencia, a la dignidad, al entendimiento y al perdón. En todo su pontificado ha habido una exhortación convencida, auténtica y amable –de ahí la veneración de los jóvenes por este Papa fraterno– a la coherencia con la fe, desde unas bases humanistas.

Es justo esa coherencia radical e inmarcesible la que acrecienta su figura hasta conferirle dimensiones sobrenaturales. En medio del debate que había surgido en los últimos años sobre la conveniencia de que abandonase su cargo, el Papa decidió aferrarse a la Cruz y continuar así su camino de pasión, demudado, maltrecho, sin pasos primero y después ya sin voz, pero presente y erguido a duras penas para confortar con su testimonio de resistencia –emisario de un consuelo que sólo puede provenir de otros ámbitos– a todos aquellos que sufren y necesitan un asidero para no caer en la desesperación.

Juan Pablo II se va así, ejemplar, sin haber dejado resquemores; antes bien, con una larga estela de gratitudes. Los creyentes del mundo entero miran hacia lo alto y rezan en un solo idioma universal, unidos en una sola religión ecuménica. Y dan gracias porque les ha sido dado contemplar en un hombre de su tiempo el rostro escondido de Dios.

 
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