Como la sombra de un pájaro – Teorías del viajar en taxi – El mar el domingo (II)

‘¿Por qué no hay taxis descapotables?’, me pregunto, con la nariz ansiosa de sentir el aire en libertad y no este olor a taxi que siempre hay en los taxis, tan gremial como los altarcillos en el salpicadero, las pegatinas coercitivas que prohíben fumar, beber o vomitar, o ese conservadurismo reconcentrado y hosco que tienen los taxistas por frecuentar con tanta constancia a nuestros hermanos los hombres. El lema del cuerpo podría ser el de Mérimée: ‘acuérdate de desconfiar’.

Los taxistas son el estamento ultra de toda ciudad y a mí me complace mucho instigarles el sentimiento xenófobo hasta ese momento en que terminan por decir: ‘y yo no soy racista, pero…’ He ahí algo invariable, como la salida del sol o el volver de las oscuras golondrinas. Quizá en la universidad del taxi * les den también el certificado de Diógenes, un escepticismo radical hacia la condición humana –y no estaría mal que les dieran también un ambientador olor amazonía.

Este taxista, mi taxista, habla con una desconsideración nonada abstracta de los turistas ingleses más jóvenes, muchachada al parecer indecorosa y -¡benditos sean!- de propensión festiva. Es curioso que los taxistas tiendan a un estado permanente de indignación contra algo, como si fueran periodistas en trance profético –pero para qué indignarse, si uno se puede esconder, silbar, soplar en el peor de los casos, como cuando éramos niños y nos ponían inyecciones.

El taxi galopa y corta el viento y doy en pensar en esa distinción total entre los hombres que hacen y los hombres que esperan –los hombres que las ven venir, los hombres que creen que vivir es ver llover. ¡Qué trabajo, tener pasiones, por no hablar de mantenerlas! ¡Qué fatiga, ser un tiburón! Por contra, viajar en taxi es una forma de quietismo muy adecuada para quien quiera hacer de la vida una indolencia. Cuando conduzco, siempre voy inquieto –tomo notas, canturreo, me alegro, me enfado, miro el paisaje, me entretengo, me distraigo. Cuando voy en taxi, sin embargo, pongo un modo de atención pasiva, no tanto una contemplación como un alelamiento. La contemplación es una actividad del espíritu pero el alelamiento es una receptividad grata, un dejarse ir, un dejarse invadir: uno abdica de sí mismo y descubre que es mucho mejor ser el sol de la mañana, los gorriones, los olivos, las nubes volanderas, que ser un señor de ochenta kilos y apariencia mohosa. ¿Cómo hacer algo überhaupt, cuando uno nació con la idea de que toda la sabiduría a la que podemos aspirar es a ver pasar las estaciones y a ser fans de la voluntad de Dios?

A modo de exemplum, el otro día me detuvo un agente municipal y me pidió los papeles del coche, y busqué y rebusqué hasta encontrar caramelos, mecheros, programas de zarzuela e incluso un mapa de la siempre leal ciudad de Zaragoza –pero ni un solo rastro de los papeles del coche, como asunto de mágicos. El agente pedía pólizas de seguro, inspección técnica, permiso de circulación… compungido, indefenso, tuve que decirle que ‘hay gente que entiende de esas cosas. Yo sólo entiendo de los lirios y las rosas’.

Aun así, es fácil ceder a la superstición de que la verdad está en el movimiento –pero los padres de la Iglesia y los maestros del Tao lo desaconsejan vivamente. Entre medias, podemos darnos a un voyeurismo bienhumorado y candoroso, aunque a veces sólo toque ser voyeurs de almendros. Ortega habla del gozo de ocultarse e inexistir: ya toda nuestra ilusión es ser hombres sin ambición, animales climáticos, gente un poco abstracta, con una tendencia a que la vida se tome la molestia de vivirnos. El taxi galopa y corta el viento y el taxímetro pone, a lo yin y yang, la gota de angostura en la alegría. De todos modos, si somos muy dados a ciertos placeres, es de toda lógica que debamos pagárnoslos. Mientras tanto, Mallorca va pasando en torno y yo la miro con los ojos entrecerrados y un si es no es de soñadores. El taxista sintoniza Radio Olé. Por la ventana entra un viento dulce, afinadísimo, adecuado. Yo te deseo, hermano taxista, paz y bien... no sé por qué razón, cuando somos felices nos creemos buenos.  

Bancales, campos de labor, paisajismo divino de los montes y trabajo lentamente humano de la agricultura. La ecología cristiana –la cosmología cristiana, en realidad- es una divagación apasionante. Véanse, por ejemplo, los olivos orantes, pocas curvas antes de que aparezca Valldemosa.

Valldemosa tiene esa cortesía de los pueblos que se anuncian desde lejos, al resguardo de la Iglesia y el Ayuntamiento –sólo echo en falta el cuartel de la Guardia Civil. Valldemosa es una entidad cerrada y de presencia notable, como un aire de distinción sin orgullo. Cerca del pueblo abundan ese género de casas rústicas donde uno podría retirarse junto a una mujer redondeada y media docena de hijos asalvajados pero simpáticos, a los que ver crecer con preocupación. La mujer pintaría acuarelas, barnizaría muebles, haría confituras, masa de bizcocho, dulce de membrillo -haría hogar. Yo intentaría no hacer nada. Seríamos ricos sin dificultad. Los niños buscarían renacuajos para meterlos después en un bote, y a buen seguro tendrían que soportar recitaciones vespertinas de Horacio y de Virgilio hasta esa edad en que piden una moto. Todo sería una vuelta a un estado de naturaleza refinado por la civilización del campo. Mordisquearíamos racimos de uvas, al final del verano, sintiendo que la vida pasa sin que pase nada. Veríamos atardecer y le daríamos los nombres más cursis a la luna. Podríamos incluso jugar a hacer aceite y venderlo carísimo.

Esta es la primera impresión pero una posterior inquisición me lleva a ver que estas casas rústicas suelen estar rodeadas de coches deportivos y de ese otro objeto auto-móvil que, según creo, se llama ‘quad’, y que fue ideado para que el hombre pueda imitar a ese animal de carácter que es la cabra. Estos bólidos vienen a decir que la vuelta al estado de la naturaleza, a la vida sencilla, a los placeres del campo y al cuidado ilustrado del jardín, puede costar dos o tres millones de euros. En consecuencia, los propietarios seguramente no son poetas más o menos amantes de Selene sino gente poco partidaria del quietismo, alemanes con empresas farmacéuticas o de derivados del pollo, ese tipo de personas que están todo el día de avión en avión, con una ansiedad que ni siquiera sabrían reconocerse y que no está lejos de las formas de la felicidad contemporánea –la felicidad paradójica- que ha estudiado Lipovetsky. En definitiva, detrás de cada una de estas piedras doradizas hay una solidez económica digna de toda estima, avalada por el buen olor del dinero. José Carlos Llop recuerda que Mallorca es de los pocos sitios en que a los palacios los llaman casas y Miguel de los Santos Oliver –en la pura desmemoria- afirma que las casas mallorquinas están a medias entre lo campesino y lo italiano.

 

No es nada de extrañar que los alemanes sientan la fascinación de Mallorca. Se ha hablado del influjo benéfico que ha representado para Europa la fascinación de los alemanes por Italia. Pero esa fascinación puede asustar a un pueblo de orgullo siempre lacerado como es el alemán: Italia es maravillosa, Italia es muy bonita, pero el problema es que puede ser demasiado bonita, con una autosatisfacción que llega a ofender la austeridad alemana, ese afán de rectitud tan suyo. Italia puede caer demasiado en el buen gusto, en el estilo –y Alemania es antitética a la noción de estilo. Baste comparar las camisas napolitanas, ligeras como suspiros, con esas sandalias alemanas que se llevan con calcetines como un crimen perfecto. Lejos de la exaltación romántica, Mallorca ofrece una belleza sin manierismos, y por aquí también florece el limonero de Goethe. En Alemania hay parajes pintorescos –Baviera, Selva Negra, el Harz, todas las tierras del Rhin- y, de hecho, es uno de los países de lo pintoresco, pero lo que más abundan son brezales con cuervos y ese género de vistas que llevan a una depresión grave o a perder los mejores años estudiando Ciencias Físicas.

Estas casas también pueden estar habitadas por esos matrimonios –ellos dirían ‘parejas’- en que él es arquitecto y ella tiene vagos intereses culturales y disfrutan contando en una cena bajo el cañizo cómo restauraron la casa y cómo encontraron un bargueño en un chamarilero que les había recomendado un chico encantador: ese tipo de gente que sin duda sabe combinar un jersey color antracita con una chaqueta color turba, y que tiene niños pequeños que parecen haber nacido con muy poco pecado original, y que no tiene piscina sino alberca. Todo está en ese gran indicador del Zeitgeist que son las revistas de decoración que ya no leo. Esta gente tan moderna y postcristiana me cae muy bien porque me cae muy bien casi todo el mundo pero reservamos la admiración para tipos extraños: militares, politólogos, escritores, empresarios y demás sectores de población incomprendida.

Al entrar en Valldemosa me recibe una vaharada de coca de patata pero he desayunado dos o tres veces y desayunar una cuarta vez sería excesivo. Por lo demás, me interesa pasar por aquí como la sombra de un pájaro y no comulgar con el genius loci de un lugar donde no me quedaré. Quienes sí se quedaron, como se sabe, fueron George Sand y Chopin, en un Winterreise entre la neurastenia y el snobismo. A este respecto, me apena tener tan sólo que decir que odio a George Sand desde que leí La Petite Fadette –George Sand siempre me ha parecido una virago del todo antipática, me causa un asco o nerviosismo físico. La estancia de Rubén Darío en Valldemosa tiene más interés porque vino a Valldemosa a alejarse del alcohol y encontrar el sosiego del espíritu, sin lograr, por supuesto, ni una cosa ni la otra.

Darío terminó bajando a las farmacias de Palma, en busca de ferroquina. Es lo natural. Lo artificioso es que uno piense que puede acabar con el lobo de la sed que lleva dentro, con esa esponja interior y permanente, con el ansia alcohólica por la vida –pero los defectos no son dados a la desaparición sino a la conllevancia o al disimulo. Ni siquiera la Gracia suele extirpar los defectos como quien arranca una zanahoria, y habrá que pensar que ahí hay una lección: en lo que afecta a la vida en sociedad, no está claro que a los demás les molesten más nuestros defectos que nuestras virtudes. No se trata tanto de la percepción de los defectos propios como de la conciencia global de ser defectuosos pero no por eso menos dignos. En realidad, lo que quiero decir oscuramente es que cualquier rehabilitación es imposible y que –dado este supuesto- lo mejor que podemos hacer es cegarnos a copas con toda ligereza de conciencia.

Rubén podría haber sido un gran poeta con una vida de perfecta abstención: no lejos de aquí escribió Joan Alcover versos hondamente sentimentales y fue en vida un respetado funcionario de la Audiencia y no un dipsómano. Un Darío en catalán podría haber escrito aquello tan bonito de ‘jo visc sols per plànyer lo que de mi s'és mort’... En fin, en nuestra naturaleza está el ser dependientes de algo –de la buena reputación, de la familia o de las copas.

Sobre una pared, junto a la Cartuja, hay otros versos:

Este vetusto monasterio ha visto,

Secos de orar y pálidos de ayuno,

Con el breviario y con el santo Cristo,

A los callados hijos de San Bruno

La estrofa propone un plan de vida estimulante, además de ser una composición notable en su inocencia: lo de ‘secos de orar y pálidos de ayuno’ es muy terrible, en tanto que el ‘callados’ para los hijos de San Bruno es de la mejor sutileza. Por aquí hemos sido tan católicos que lo hemos desamortizado todo, cuando estos monjes eran solitarios, habitantes del Egipto del alma, sabios en preferir al mundo los recios vientos de la soledad de Dios. La lectura de la regla cartujana es una lectura, por cierto, del todo edificante y ejemplar, además de muy curiosa, sobre todo en lo que atañe al comportamiento del callado hijo de San Bruno cuando alguien le pregunta por una dirección. Me es inevitable pensar en los cartujos como si llevaran una vida mejor, cosa que no me sucede, por ejemplo, con los futbolistas.

La Cartuja está cerrada y las palomas nos miran inquietantes en las ojivas. Ya decae el mediodía, mansamente. En el jardín que pintó Rusiñol, me entretengo en deslindar conceptualmente ‘el huerto del cura’ del claustro y del jardín de los monjes**. Fumo un cigarro en un pasillo de cipreses que o son muy psíquicos o yo estoy muy mántico. Contra el mundo, el jardín nos acota un paraíso que no se sabe si anticipamos o recordamos. Que no falten un pozo o una fuente, ese sátiro pagano que cantó Alcover como la mocedad perdida:

Faune mutilat,

brollador eixut,

jardí desolat

de ma joventut...

Pasada la hora de la lírica, llega la hora del café y Valldemosa silenciosa es todo bares y tiendas de postales. Me pido algo hasta que llegue el taxi desde Palma. Esta primera hora de la tarde en los bares españoles es de un color gris penumbra muy característico.

Por detrás de la barra hay un camarero y una camarera que hablan de modo fragmentario. El muchacho es rubio y de pelo rizado –quizá tenga un cruce de alemán. Parece persona reflexiva e informa sin énfasis de que acaba de volver con la novia. Me alegra que, pese a ser joven, no tenga aspecto de energúmeno. Eso disminuye la ofensa de su juventud.

La muchacha es muy guapa –es verdaderamente guapa- pero no tiene la belleza de una rosa sino la belleza que podría tener una coliflor o una cigala sobre el mostrador del pescadero –es una belleza sin misterios ni matices, absolutamente unívoca, sin asomo de sofisticación, como si estuviera hecha para dejar una ristra de hijos sobre el mundo y no para merecer ardiente trova. La chica tiene tan mal gesto que parece inconcebible imaginarla sonreír. También es más joven que yo y ni siquiera me mira –le debo de parecer un brontosaurio. Su belleza es muy racial aunque en estos casos nunca se sabe –resulta tan mallorquina que seguramente sea gallega pero, por lo pronto, abrazarla quizá fuera como abrazarse a un almendro. Yo no dejo de mirar porque mirar es gratis, y mi teoría es que el camarero modoso le resulta aburridísimo. La muchacha se queja de que tiene hambre y también tiene, ay, más educación de ventera que de señorita, con el ceño hostil y muy mandón. Para razonar con ella, para templarla un poco, se necesitaría un policía nacional.

De pronto, la camarera se mete el dedo en la boca y se saca una cascarria que procede a untar sobre el delantal. Esto me deja boquiabierto -boquiabierto pero sin cascarria. Luego repite el gesto, como una higiene dental harto primaria, y a cada vez tengo ocasión de ver la incierta materia que sale de su boca, cosa que me pasa, precisamente, por voyeur. Salgo al patio trasero a fumar y contemplo como un desquite una magnífica diagonal de mandarinos y palmeras ante la Cartuja, pero hay una pareja de amerindios tomando café y procedo a retirarme porque un hombre solo es molesto o sospechoso en todas partes, y esto hace que me apene un poco de mí mismo. Ya serán las cuatro de la tarde y el domingo toma una consistencia un poco triste. Me meto en el taxi como si me persiguieran -como si me persiguiera una cascarria gigantesca.

Rumbo a Deia y a Sóller –gran núcleo chacinero-, le digo al taxista que busque la escondida senda y evite las autopistas y los túneles y todo vestigio de nuestra grosera edad. No hay ninguna prisa, buen hombre, vamos de paseo en un taxi feo. Y vamos por carreteras secundarias que dan a muy serios cortados sobre el mar. Con un deportivo, morirse aquí sería divertido y fácil, pero no quiero morir en un Skoda y ordeno al conductor que deje de buscar Barcelona al otro lado del mar.

Pasamos por los miradores, y las curvas nos van dando un momento de luz, otro de sombra, al almo de los pinos, en paisajes que son paisajes de la Creación pero que se ven mejorados, aquí y allá, por hotelitos con apariencia de psiquiátricos. En estos momentos, frente al mar, me impresiona mucho pensar en ese verso de Ausias March según el cual ‘bullirà el mar com la cassola en forn’, símil comprensible en tierra de paellas. Del mar estaría bien decir algo de interés y novedad pero para eso hay que tener un estro grande –hay que ser un Lord Byron-, y el estro propio ni siquiera da para las modestas medidas rectangulares del Retiro. En el horizonte hay una confusión de mar y cielo y lejanía, como la atmósfera narcótica de un sueño o una bien querida irrealidad. Este es el Mediterráneo de Pla, de Matvejevic, de Braudel, me digo, el famoso Mediterráneo de los libros, algo menos cristiano y más moro de lo que uno querría. El mar me recuerda a la mirada de S. cuando se pone sus lentillas de color azul.

Subimos ladera arriba, con el Puigmajor muy favorecido con el lauro de las nubes. El silencio es casi un abandono y, para huir del 'angor' estético, envío mensajes por teléfono diciendo que estoy en la Orotava, Tenerife. Del otro lado de la montaña, la luz da volumen al aire, lo colorea con ese rayo que rompe gloria allá en lo alto como una anunciación. Es un aire que podría fraccionarse y venderse en metros cúbicos -'Almond breezes', 'Au vent de Majorque'-, una visión que es un idilio y que merece todo el énfasis de la prosa de agencia de viajes, derivación natural de la escritura ante la irrupción de lo sublime. Entramos en Palma en la suavidad de la media tarde, recibidos por el voltear de las campanas que llaman a la última misa del domingo. Nos creeríamos en un tiempo cortés, en un siglo mejor, pero el taxímetro marca sesenta con cincuenta.

*Expresión oída a un taxista, María de Molina con Álvarez de Baena.

**El huerto del cura es la recreación del hombre solitario, el trabajo manual que contrapuntea el trabajo intelectual. El jardín de los monjes es una arquitectura no exenta de afán ceremonioso y ornamental, y por lo tanto con vocación ad extra. El claustro comunica cielo y tierra en un sentido ascensional, al tiempo que su espacio acotado remite singularmente a la idea de oración tanto mental como vocal: por así decirlo, se dan vueltas como se responden letanías o como el teólogo acecha en torno a Dios. También hay una figuración de tribuna del paraíso. El claustro es expresión de la comunidad y el abismo al que se asoma cada monje; por lo demás, alude a las nociones de jardín interior como vida interior y de hortus conclusus.

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