El pasado venidero de China

Hace cosa de un mes, Debate publicó 1434, el nuevo libro de Gavin Menzies. Una información sobre el contenido y una entrevista al autor, que venían el domingo cinco de abril en las páginas culturales de ABC –debido a la huelga, maltrecho, descuadernado, sin grapas–, me incitaron a leerlo, y en ello ando. Dicho sea de refilón, me azora la humildad de la editorial cuando en la solapa –ay, los paratextos– deja que figuren estas sobrias palabras: «Lleno de erudición y maravillosamente razonado, 1434 cambiará el modo en que nos vemos a nosotros mismos, nuestra historia y nuestro mundo». Mi ejemplar levita un par de centímetros sobre la mesa y cuando estoy a oscuras percibo que emite una leve fosforescencia.

Menzies, comandante retirado de la Royal Navy, que ha escrito también 1421 –sugestiva concisión de sus títulos, simples datas–, mantiene dos tesis formidables, ambas concomitantes. Su obra recién publicada pretende probar cómo la chispa que encendió –expresión que él utiliza– el Renacimiento europeo no fue tanto el avivamiento de la tradición clásica grecolatina como la visita de una flota china encabezada por Zheng He a la Toscana. En su capital, Florencia, los embajadores del emperador hicieron al papa Eugenio IV depositario de tal abundancia de conocimientos que de ellos se nutrieron directamente nada menos que Da Vinci, Copérnico, Kepler o Galileo.

Según el autor, entre toda esa balumba de saberes figuraban unos mapas donde ya podía observarse claramente trazado el contorno de las tierras americanas. Esta es la otra tesis de Menzies, expuesta en su primer libro, publicado hace siete años. Debido a su avanzado estadio de civilización y a los innumerables viajes que pudieron realizar en sus resistentes barcos de pino y teca, a bordo de los cuales portaban el más sofisticado instrumental para la navegación, los chinos habían descubierto el Nuevo Mundo unas siete décadas antes que Colón, quien presumiblemente conocía la labor cartográfica de aquellos, al igual que pudo conocerla Magallanes antes de aventurarse por el estrecho que más tarde llevaría su nombre.

Estas píldoras no son fáciles de tragar, pero con un poco de azúcar –soltura narrativa y unas cuantas citas aquí y allá– pasan mejor. Como relato, la indagación de Menzies se lee curiosamente, con el predispuesto interés algo macarra que suscita la historia alternativa por el hecho de serlo, según testimonia el efecto Dan Brown, encauzado en la novela. Total, se dice el lector no demasiado escrupuloso con los hechos, se non è vero, è ben trovato. Desde el punto de vista historiográfico, sin embargo, quienes entienden afirman que los indicios aportados por el autor son endebles, dispersos y, en fin, nada concluyentes. Una amonestación no menor que procede de los sinólogos es que Menzies ni siquiera puede acudir a las fuentes primarias porque desconoce la lengua china. Indicativo de su fiabilidad ya parece.

Limitación metodológica y escasez de elementos probatorios aparte, hay un asunto enorme que cuesta aclarar. Si los chinos se expandieron tanto y tan bien por el universo mundo, ¿cómo fue posible no solo que no consolidasen su hegemonía sino que ni siquiera haya quedado rastro testimonial de ella? El autor lo achaca al celo de los mandarines confucianos, partidarios del retiro interior, por suspender las expediciones a tierras extranjeras, prohibir los intercambios comerciales e incluso destruir cualquier documento que registrase las interminables rutas del almirante Zheng He. De ser cierta esta hipótesis, debe reconocerse que aquellos gobernantes saturnales consumaron la perfecta deglución y posterior deyección de los mejores logros de su pueblo en los sumideros del olvido.

Los nuevos mandarines comunistas tienen prohibida en el país la publicación de 1421. Creo que es un error estratégico por su parte. Si dejan a un lado el enfurruñamiento comprensible por que les recuerden la potencia que su país dejó de ser, encontrarán en las teorías de Menzies todo un sustrato para fomentar el más orgulloso patriotismo. Al margen de que pertenezcan al ámbito de la realidad o al de la leyenda, toda nación requiere de unos mitos para forjarse, cimentarse y proyectarse, tanto dentro de las fronteras como hacia el exterior. China, se insiste, está llamada a convertirse en el gran poder global. Por lógica debería entonces apresurarse a reivindicar lo mejor de sí misma, sea o no cierto, y entroncar la pujanza del siglo XXI con la del siglo XV. Cualquier afirmación hegemónica con aspiraciones de futuro precisa también de un relato heroico, de una gesta que emular, de un pasado que a la vez es pasado venidero.

 
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