La lírica de los petroleros – mecánica de las mareas y causa de los suspiros – destinos de romanticismo alternativo

Soy sensible a la lírica de los petroleros y al encanto de los barcos metaneros, y amo esos peces portuarios de color pardo-gris que nunca saldrán en los documentales y que aportan al arroz su espíritu de humildad, su carne de caucho y su olor a keroseno. Confieso sin embargo que mi única fantasía gastronómica -a estas alturas- es comer un arroz de peces abisales, quizá una ‘boullabaisse’.

Amo las grúas junto al mar y los hangares industriales (en especial los de los años veinte), y amo ante todo esos containers de MAERSK o CHINA SHIPPING o HAPAG-LLOYD que me hablan de genealogías comerciales hanseáticas y que siempre imagino llenos de zapatos sólo para el pie izquierdo, o de un millón de claveles de tela que vienen de Macao y harán su camino hasta las naves de import-export que tienen los chinos en Fuenlabrada (Madrid). Me alegra también saber que detrás de esto hay alguien que se forra: posiblemente uno de esos armadores que se construyen como casa de campo una réplica exacta de El Escorial o Sanssouci a las afueras de Shanghai. He ahí la globalización, ‘chinoiserie’ de ida y vuelta.

La rotura de uno de estos contenedores, cargado de patitos Hilton para el baño, constituyó en su momento una ayuda de consideración para la comunidad científica que estudia la mecánica de las mareas, objeto de estudio, por cierto, tan plausible como la causa de los suspiros, la musicología de la risa o la teología de las catástrofes. Una vez vi un pintor que se inspiraba en este género de puertos tintinescos, gemelo de alma al que –es muy de lamentar- perdí la pista. Él también debía de entender el apilado de los containers como un cubismo colorido y fácil y un tetris donde por fin todo encaja. Le gustaba el mar triste, de color mercurio.

Por el contrario, siempre he permanecido frío ante esos puertos pequeños, ante esas calas romántico-recónditas donde unos marineros muy idealizados descargan su botín de anchoa y salmonete cuando quieren más bien pescar la subvención. Pese a todo, entiendo que se tengan por un buen motivo de acuarela.

Los puertos deportivos –los grandes yates blancos, las lanchas Riva, los juguetes caros- son sin duda muy ostentosos, y yo creo que la ostentación está entre las manifestaciones más risueñas de la vanidad humana y por lo tanto es algo que merece mi cariño. Por supuesto, lo mejor de los yates es que los tengan los amigos –y que nos inviten a tomar gin-tonics azules como el mar: como el mar de los millonarios, exactamente, que tiene un azul un poco más zafiro que el mar convencional, con un ligero entreverado de esmeralda. A propósito de yates, está de alguna manera establecido que el mejor champán para bautizar un barco es el ‘Diamant Bleu’ de Heidsieck-Monopole (Nicolás II encargaba anualmente 400,000 botellas). Está bien saberlo porque es la típica cosa que después nos preguntan. Sería indignante que el mar se bebiera una botella de Salon cuando tanta gente pasa sed.

Mi ciudad no tiene puerto porque no tiene mar, e insisto en que siento una atracción o añoranza por los puertos, en tanto que del inmenso mar me atraen –más que nada- las cigalas. Lamento el prosaísmo porque entiendo que el mar –la visión del mar- nos hace sentirnos un poco más infinitos ante la mucha cosmicidad del universo: el mar es muy grande y, por comparación, de pronto parecemos poca cosa. Eso genera pensamientos de hondura, sea uno camionero o metafísico. Por lo demás, pasear en pampanillas es algo agradable y casi atlético, una especie de panteísmo para el pueblo y, de algún modo, unos sorbos de yodo disuelto en aire le vienen bien no sé si a los pulmones o a la piel. Descalzos, junto a la orilla, como recomiendan las revistas, sentiremos el misterio de pensar de qué otra playa remota ha llegado esa bolsa del Caprabo, mansamente mecida por las olas.

De cualquier forma, seríamos injustos con el mar si no citáramos a los túnidos del Estrecho o a las merluzas del norte, tan agradables de comer ahora que están en peligro de extinción (no así en la pescadería de Ernesto Prieto). Para el diletante, el mar tiene otros atractivos, como la música de Debussy, los cuadros de Turner o las arquitecturas sesenteras de los hoteles de la costa, a ser posible de muchos pisos. Ya el Wallpaper mencionó con elogio el logro de progreso humano que es haber democratizado y domesticado al mar –ese mar de los jubilados y los borrachos ingleses-, y tampoco sé de ningún purista que deje de tomar lubina de criadero tan sólo porque hay menos ballenas, intentando de paso hacer colar la sugestión de que países como Japón o Noruega son incivilizados tan sólo por tener unos cuantos rudos arponeros. En fin, al pensar en el mar siempre recuerdo con romanticismo las playas suecas y su olor a guano, y esas ciudades desordenadas y sudadas: Nápoles, Valencia, Alejandría, Algeciras o Trieste, tan de mi preferencia.

Las criaturas del mar también me dejan, sin embargo, consideraciones tristes, como aquella vez que –en un acuario temático- me salió del alma decir ‘¡odio los delfines!’ y una joven con sensibilidad ecologista -pensaba que los cerdos eran rosas- estuvo largos días sin hablarme. Desde entonces, como venganza, procuro que las latas de atún que llegan a casa no lleven el distintivo ‘dolphin free’.

El pulpo, en cambio, merece una contemplación estrictamente positiva, lindante con la identificación, al ser animal de mucha voracidad y brazos muy largos. Tan parecido a los hombres, el padre Vieira –glorioso prosista portugués- le dedicó al pulpo un sermón arrebatado, no por tocón ni por goloso sino por su tendencia al camuflaje y a la huida. El padre Vieira tenía un entendimiento muy claro de los vicios más y menos censurables de la naturaleza humana –de su escala de gravedad.

 

Del Mediterráneo esencial de las hogueras de San Juan, del Mediterráneo resumido por Matvejevic, quedan no más que las canciones de Serrat y los populosos –y olorosos- merenderos. De los trópicos, por el contrario, sí que hay que decir que son iguales que en los catálogos: generalmente, el turismo consiste en tomarse muy en serio las postales –pero las playas tropicales tienen ese mismo azul technicolor que tendemos a identificar con el color del paraíso. Sin duda, constituyen un gran destino para la vida horizontal y para beber cócteles en cáscara de coco (el ‘zombie’ haitiano, por ejemplo) y leer a Derek Walcott si uno es culto. Un análisis de las lunas de miel me hace pensar en los miles de niños españoles concebidos en Mauricio o en Barbados, entre botes de Piz Buin, o bajo los banianos de Seychelles, en esos bungalows con vistas al edén. No sé de nadie que vaya de luna de miel a Frómista, Palencia, pero a recién casados y emprendedores en general les convendría tener muy en cuenta un destino exótico y sin peligro de jet-lag: el Magreb, sea en versión Libia o en versión Mauritania. He ahí miles de kilómetros de costa sin molestia humana, donde el mar escupe las langostas como una recreación del Génesis. En Libia, además, uno siempre será escoltado por una pareja de espías de Gadafi, para no sentirse solo, y la seguridad jurídica es la mejor que puede haber: la autonomía privada del soborno. En fin, ya Catulo recomendaba para casos así su arena innumerable.

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