A pie de urna

Habrá de llegar el día –prefigurado aquí y allá por múltiples experimentos que casi nunca salen bien– en el que la cibernética nos quite definitivamente de ir a los colegios electorales, como nos está quitando de acudir a las sucursales bancarias, y como nos quitó ya de llevar el correo fragante a las viejas estafetas. El mismo ciudadano que transfiere fondos y envía emilios transidos de amor a su incierta novia virtual, acabará eligiendo a los representantes políticos desde su silla ergonómica, diseñada para corregir posibles defectos posturales, pues sentado en ella el tal reinvertirá ante el ordenador las muchas horas que antes empleaba en desplazamientos ya obsoletos.

Habrá de llegar el día, pero mientras no se extienda y consolide ese gesto minimalista de participación electoral que es el voto electrónico, no cantaremos aún la elegía por las urnas arrumbadas. Las urnas, en tanto se corrigen las fisuras de volatilidad que todavía presenta el procedimiento técnico, perviven no sólo porque dejan el sufragio bien amachambrado entre sus cuatro paredes de plexiglás, metacrilato o lo que sea –ya no las hay de cristal ni con planos biselados, como las que mostraba la iconografía de la Transición–, sino además porque en torno a ellas se celebra todo un ceremonial colectivo, pues la democracia no excluye, antes bien promueve, un espíritu de festividad compartida.

Los cánones tácitos prescriben que las elecciones se celebren en domingo –hay casos excepcionales, como los últimos comicios catalanes, que cayeron en miércoles, pero era Maragall quien convocaba–, y en consecuencia los electores se adecuan al tempo tardosemanal, que es siempre demorado y con un punto de mecanicismo rutinario. Hay la familia entera que madruga con el sobre preparado desde hace días, que se acerca al colegio, vota a la derecha, acude a misa de doce y después toma el vermú, todo ello como si se tratara de una continuidad orgánica predeterminada en el genoma. Y hay el progre satisfecho de su condición que nada más salir de casa compra El País para mostrar la cabecera bajo el brazo, y que al llegar a la mesa electoral coge ostensiblemente, con gesto de estar redimiendo al género humano, la papeleta socialista.

Y hay los sondeos a pie de urna, las encuestas llamadas israelitas, donde unos callan y otros mienten, y hay algunos que hablan verdadero. Y hay el recuento a última hora de la tarde, con un revuelo de sobres por escrutar, y apoderados e interventores vigilantes y expectantes, y el ciudadano apolítico y azaroso al que le ha tocado echar allí el día, deseando irse de una vez para casa, que a mí qué me importa esta historia, que yo tengo que levantarme mañana a las siete en punto, leches. El día en que todo esto desaparezca por obra y gracia del ratón sustitutivo de la papeleta, y del centro computerizado en vez del colegio electoral, ya no valdrá la expresión «quedarse en casa» como equivalente a no votar. Ese día futuro me abstendré, como protesta, dejando por escrito mi sufragio en la verja cerrada del primer aulario que encuentre.

 
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