El placer pensativo - La concupiscencia y los puros - Todos los fumadores del pasado

Tantas pasiones pasan y el puro permanece para suspender la ley del tiempo y acotar unos minutos de eternidad sobre la tierra. Partagás y nada más. Todo buen puro viene de la Arcadia y nos llevará a la Arcadia feliz, con el añadido de la cubanía como atractivo radical: es una historia pungente de nombres de un lado y otro lado del océano, militares que vuelven o se van, trópico y norte, manufacturas de ultramar, un cromo con idilio de palmeras y señoritas del siglo XIX que se asoman el balcón o calman su suspirar pulsando con romanticismo algún piano. No hay gozo sin visita a la memoria ni creación de la memoria: con placer pensativo, pasamos de la escala de Romeo y Julieta a ese habano que nos hizo compañía en un paseo de la sensibilidad o a aquel otro que dio entidad a una sobremesa en Santceloni. Sí, el reló del puro es de los que sólo marcan las horas agradables, las dichas que se elevan sobre el mundo.

Como otras excelencias, el puro es celoso y pide el primer plano aunque no le sobran el tintineo sugestivo de los hielos ni el fondo de las conversaciones memorables. Lo mejor –por supuesto- sigue siendo fumarlos en una capitanía general pero hay otros escenarios: los parques solemnes del otoño, los bares de hotel que se resisten a ser contemporáneos, el paisaje de civilización de las bibliotecas con gato o ese momento después del desayuno en que la mañana se va abriendo como se abre una sonrisa y rumbo al mediodía hierve el mar. Luego hay amplio vitolario para que elijamos según nuestro gusto o nuestra fisonomía. Lo que está claro es que las novelas de Thomas Mann vienen con ceniza de puro entre las páginas pero no hay un solo puro en las concentraciones de jugadores de ‘rol’ o de maniacos del ‘manga’.

El fumador diario siempre sabrá corresponder a los celos de su puro: guarda su amor para los puros y afectos subsidiarios para casi todo lo demás, como un punto de egoísmo imprescindible. Nadie critique al fumador de puros, al señor indefenso y con corbata que no le dura ni un asalto a un gafapasta y que supo ser modelo de liberalidad y buenas maneras, de tolerancia y epicureísmo precisamente tolerable. Algo grave sucedió, algo grande se perdió al cambiar los puros por los porros; alguna ‘finezza’ habremos abandonado como civilización cuando hemos pasado de idear puritos para los entreactos del teatro a aceptar el café en vaso de plástico. El puro, al fin y al cabo, fue un placer que no hizo a nadie más necio o más brutal.

Hermana de la memoria, la belleza no era la mayor razón pero era una de las razones para fumar puros: miro mi álbum de etiquetas viejas y repaso sus nombres con la sensación de que el tiempo dio al papel el rango de perennidad que tiene el mármol: La Legitimidad, Flor del Senado, Don Pepín, El Crepúsculo – Flor fina, Monarcas Grandes, Commodore de Henry Clay. Hace años comencé yo también a pensar nombres de vitolas e imaginé ir a la expendeduría a pedir –por ejemplo- un coronado o una genoveva. Cedo los nombres a la casa fundada por el gran Zino Davidoff. “González Márquez nació en La Habana”: hay tanta cita y tanta literatura sobre puros que el lector habrá de buscarla en otra parte. Dejo sólo una cita –mi favorita- de un inglés: ‘considero que los cigarrillos resultan algo escuálidos en un dormitorio’. En mi opinión, así se habla. 

Inquisidores de ayer y pesados de hoy coinciden en pensar que el humo del tabaco es el mismo humo del infierno. No pienso posar de rebelde ni un minuto pero agradeceré que –al menos- no me pidan sonreír. Al erradicar el tabaco quedará lamentablemente erradicado el fumador: cada época necesita sus pecadores pero ocurre que hay pecadores virtuosos y el fumador de puros entraba en los parámetros perdidos del señor respetable. En realidad, el puritanismo nos ha de confinar a la alegría de los happy few, de las minorías selectas y las sociedades secretas cuyos miembros saben reconocerse por un gesto. Veo a un señor con puro y mi impulso es darle las gracias. La única pena es que las mujeres ya se atrevían a fumar una panetela o a compartir inolvidablemente un buen robusto.

 
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