¿Por qué prefiero a los músicos que a los actores?

Para ser actor hay que saber mentir y para ser músico no. Me inspira más confianza alguien que vive de componer letras o inventar melodías que alguien que se gana el pan fingiendo, con acierto y frialdad, el llanto, la tristeza, el enfado o la alegría. En cierto modo, concedo a los actores la misma categoría que a los “triunfitos”: todo su mérito reside en saber interpretar con mayor o menor acierto.

El músico es un personaje bastante cansino por lo que tiene de perdedor. Ese carácter derrotista que le lleva con frecuencia a despreciar lo que tiene y a señalar hasta el aburrimiento a todos aquellos sectores artísticos que reciben más apoyos que él. Y cuando termina, comienza a enumerar pausadamente todos y cada uno de los compañeros de profesión que reciben más apoyos o ayudas que él. En ese aspecto el músico parece insuperable en su pesadez e infranqueable en sus incursiones en la más primitiva de las envidias. Sin embargo, claro, uno se da un paseo por el patio de actores y comprueba que aquello aún puede ser mucho peor. Porque los actores y cineastas son igual de plañideros que los músicos pero, a diferencia de éstos, reciben suculentas subvenciones de los ciudadanos. Y ustedes me dirán lo que quieran, pero subvencionar la creación artística es un atentado contra la propia creación artística. Es promover el riesgo de convertir en esclavos del poder a quienes viven de la libertad del arte.

Me caen gordos muchos de los actores y cineastas más conocidos porque con frecuencia insultan con alegría a quienes no piensan como ellos, ya sea directamente o a través de su obra. Insultan sin importarle lo más mínimo si esas personas a quienes están faltando al respeto están pagando o no por sus películas, por llamarlas de alguna forma y que ustedes me entiendan. No me dan ninguna pena cuando lloriquean en búsquedas mezquinas de espectadores despistados porque ellos no sufren, por ejemplo, la piratería como los músicos. Les importa poco vender o no películas porque no suelen pagarlas ellos íntegramente y, porque, en el fondo no son responsables de la obra o, al menos, no son los únicos responsables. No tienen que buscarse la vida en soledad como tantos y tantos compositores. Luchan contra la lamentable situación de las películas españolas en los cines –que no despiertan ningún interés- pero, en su batalla, no pueden echarle la culpa a la piratería, ni a nada ni nadie externo, porque la culpa es exclusivamente suya y de sus directores, que crean productos infumables, ácidos y sectarios con una facilidad pasmosa. A pesar de que en algunos casos hasta más de la mitad del coste de la película corre a cuenta del ministerio de Carmen Calvo con dinero público que, como mal dijo ella, “no es de nadie”. Súmele a la suculenta financiación del ICAA –en torno a un 18% del presupuesto- las ayudas automáticas que llegan hasta los 900.000 euros. Súmele también los recientes aumentos del Fondo de Protección y prepárese para la Ley del Cine que está cocinando la ministra.

Los músicos, por el contrario, están luchando con la plaga de la piratería o, en su defecto, contra una industria estática, como la de música, que todavía hoy no ha sabido encontrar ni una sola solución a los problemas que demandan, desde hace años, que se reinvente por completo el mercado y se adapte a las nuevas tecnologías y costumbres. Los profesionales de la música luchan contra sus enemigos en soledad y esa es otra de las razones por las que cuentan con mi apoyo y comprensión. Al contrario que los cineastas, los músicos españoles aumentan su audiencia año tras año en sus espectáculos en directo.

Los actores tienen, además, una infantil tendencia al “pegatineo” de rebaño que a veces –raras veces- comparten con algunos músicos cuyos nombres conocemos muy bien. En ese aspecto el pensamiento único entre los actores es preocupante: desde hace muchos años no se escucha ni una sola voz que circule ideológicamente en una dirección contraria al resto del gremio. Algo que por suerte todavía no se da en el mundo de la música, donde se respira diversidad, independencia y libertad. Desde las propias escuelas y canteras de actores, en las que ya existe una perversa presencia de los organismos públicos –y las subvenciones de menor calado, a nivel provincial, circulan de lo lindo-, se recortan jóvenes con un solo patrón. La gran mayoría de quienes no están dispuestos a aceptarlo terminarán abandonando la carrera por puro desaliento. Sucede en toda España, aunque la situación es especialmente preocupante en aquellas comunidades donde soportamos la losa insufrible de los nacionalismos, a los que les encanta pastar por ese tipo de prados pseudo-culturales y hacerse con todo lo que les rodea.

La mayoría de los rostros más populares del cine que se hace en España –no necesariamente es “cine español”- han aprendido que convirtiéndose en mamporreros callejeros ocasionales que, cuando es preciso, sacuden verbalmente a la derecha a las órdenes de las izquierdas, obtienen tarde o temprano su recompensa en forma de dinero público. Incluso quienes han venido de fuera –por ejemplo, de Argentina- lo han entendido a la perfección.

No queda más remedio que reconocer que nuestros cineastas son incapaces de hacernos reír a todos, sin enfadar a la mitad de los españoles. Incapaces de emocionarnos a todos, sin provocar asco a la mitad de la audiencia. Incapaces de contar un retrato histórico sin falsear la mitad de los hechos hasta indignar a buena parte de los espectadores. Incapaces de arriesgar sin patinar, de innovar sin repetir, de transgredir sin ofender.

Y en la otra cara están ellos, los músicos, con sus cosas. Capaces de emocionarnos una y otra vez con sus canciones. Capaces de hacernos reír, de hacernos llorar. Capaces de compaginar sus formas de ver la vida con las de sus fans porque, la gran mayoría, hacen canciones para todos. Y si hay una virtud de la que disfrutan especialmente los músicos, esa es la independencia: pocos músicos en España se dejarían sobar económicamente por un Gobierno. No podrían soportar la presión de sentirse en deuda con el poder. Eso, si se mira bien, puede llamarse honestidad.

Entre los músicos la escasa excepción es el liberticida, el que usa la violencia como centro de su discurso musical, el que vive de la propaganda y del escándalo fácil. Entre los artistas y cineastas la escasa excepción es aquel que defiende la libertad de todos, el que ofrece películas que podrían agradar a todo el mundo sin ofender a nadie, el es capaz de dar la espalda al poder –sea del color que sea- por mantener la pureza de su obra.

 

Por todo esto, si me dan a elegir, prefiero a Álvaro Urquijo que a Javier Bardem. Me quedo con los músicos.

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