“Te presento mi bar”

A veces es por obligación o compromiso y otras por iniciativa propia. Pero con cierta frecuencia, te toca pasarte por un bar o un pub nuevo. Saludar a los dueños, opinar sobre la decoración y fijarte bien y valorar con notables gestos la calidad del vidrio empleado para fabricar las copas y vasos. “Me las han traído de no sé dónde”, te cuenta el dueño en voz baja. “¿No notas un sabor diferente, como más fino?”, te pregunta entusiasmado. Y, siempre, por educación, intentas esa cara de sorpresa un tanto cínica, como diciendo “oh sí, ¡es maravilloso!, ¿dónde dices que las venden?” Y él sonríe misterioso y satisfecho, pensando, “¡a ti te lo voy a contar!”. Él es feliz y tú también, porque sus copas, habitualmente, te importan bastante poco. Al igual que el chapado de la barra o el sistema de refrigeración ultramoderno que ha instalado en el enfriador de tapas. Pero tampoco es plan de chafarle la ilusión.   Aunque los pequeños entresijos de la hostelería del siglo XXI pueden resultar bastante aburridos, hay ciertos detalles que nunca paso por alto. Me gusta investigar hasta el fondo, para eso acudo a la cita. Curioseo las formas y maneras del personal que allí trabaja, la atención, la educación. Investigo la iluminación del local, las posibilidades del escenario –en caso de que sea una sala de conciertos-, el aforo de la sala, el olor que desprende y hasta la ubicación e higiene de los cuartos de baño. También me detengo a observar a los clientes que circulan por la sala, tratando de averiguar, en el momento del resbalón, de qué pié cojean. Si pertenecen a alguna raza humana o viven aún en los árboles saltando de rama en rama –creo que aún lo digo a tiempo de que capten, legalmente hablando, las diferencias...-.   Pero sin duda, si hay un detalle en el que reparo con especial pasión es en la música del bar. Primero, si es decente o indecente. Después, si además de decente es inteligente. Más tarde trato de discernir si además de ser decente e inteligente, es adecuada. Y si, finalmente, es decente, inteligente y adecuada, compruebo si se aproxima o no a mis gustos musicales. Si supera todas estas pruebas, normalmente, me dirijo al instante hacia la cabina del pinchadiscos a indagar un poco más.   Hace un par de semanas me vi precisamente en esa situación. Un bar pequeñito, acogedor. Decorado con antiguallas de dos duros. Un lugar apacible y con una música extraordinaria para quienes no son demasiado exigentes con la cuestión de la higiene. Las canciones, una tras otra, iban haciendo crecer mi entusiasmo. Tanto que, llegado el momento, tuve que partir en busca de la cabina, siguiendo la costumbre. Quizá para conocer al héroe que estaba poniendo aquella música o bien para condecorarlo. O para hermanarme con él, a saber. Pero no encontré la cabina por ninguna parte. Con cara de picardía, el dueño, me dijo que no había cabina. “Ahora va todo por ordenador”, me confió a medio camino entre la disculpa y la resignación. “Ahora, va todo por ordenador... aquí, en los siete metros cuadrados de tu bar”, maticé con el leve enfado del que se ha llevado un chasco. Y es que la excusa me sonó a insulto. Decepcionado, le di las gracias y las felicitaciones por el pub aunque no hemos vuelto por allí salvo por casualidad.   Y es que alguno pensará que son manías, pero cada uno tiene derecho a valorar lo que le venga en gana a la hora de elegir un local donde tomar algo. Y a mí, en particular, me parecen muy bien las pajitas tricolores, la cabeza de toro mecánico colgante y los posavasos con luz propia. Me parece todo genial pero no me importa si no hay un tipo allí pinchando. Si no hay, como toda la vida, alguien tratando de manejar las emociones de todos los que estamos allí con su exclusiva selección de canciones. Hecha al instante y para mí. Única y exclusiva. Diferente, tal vez, cada noche. Nunca un ordenador podrá suplir ese arte. Por muy buena música que suene, si no hay un alma detrás, me parece que el bar está vacío. Frío y descafeinado. Prefiero que se ahorre los palillos, las pajitas, las copas de vidrio ultra fino y el limón exprimido y pague un sueldo a un buen pinchadiscos. Y despida a ese impostor electrónico que no entiende de sentimientos, que no sabe mezclar con el corazón, ni ecualizar con mano temblorosa en riguroso directo. Eso, sí se paga.   Y si no nos volvemos todos demasiado idiotas, se seguirá pagando, igual que a día de hoy se sigue valorando un concierto en directo y se rechaza con mano firme una actuación en play-back. El pinchadiscos es una figura fundamental en un bar y es obligatorio que sea de carne y hueso. Siendo de carne y hueso, al menos, si lo hace fatal, se le puede insultar y si lo hace genial se le puede felicitar. Yo lo he intentado con un PC y, ¿qué quieren que les diga?, no es lo mismo.

 
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